Iñaki Egaña
Historiador

Un desarme singular

Es recurrente el hecho de que tengamos que escribir y rescribir nuestra crónica cercana y lejana una y otra vez, sin descanso. Así es. Porque ni en eso aflojan los amanuenses de la falsedad.

Abordar en un libro un proceso de desarme como el que ha ejecutado ETA es tarea compleja. Los movimientos clandestinos tienen algo de literario, pero como dice el manoseado adagio, la realidad siempre supera a la ficción. Aunque sea en un ensayo. Y la realidad se escapa por los poros del pasado, por mucho que intentemos atraparla entre frases y párrafos. Una parte, sin embargo, sobrevive.

Ese renglón efectivamente subsiste, aunque centenares de horas de movimientos, desasosiegos, suspicacias y debates apenas se reflejan en el aroma épico que pueden desprender unas letras. Tampoco en capítulos que acordonan contextos y lecturas a posteriori. La trampa permanente que en euskara describimos en la frase «potroak ikusi eta gero, arra». Una expresión que con una traducción no excesivamente literal dejaríamos en un «después de visto, todo el mundo es listo».

Es decir, había que gestionar una situación muy enredada por eso de la soledad política, por la falta de voluntad de los Estados y por una presión permanente por desinflar una estrategia que daba signos inequívocos de agotamiento. Pero, ante los obstáculos, ¿cómo hacerlo? Y luego, ¿cómo reflejarlo en un libro, sin perder detalles? La tarea no era sencilla, pero cuando la voluntad de luz y taquígrafos es notoria, el resultado es imponderable. Las ideas para superar semejante quietud supongo que múltiples. ¿Alguien fue capaz de avanzar en 2011 la que ocurrió en 2017? Lo dudo.

ETA abordó el fin de su ciclo desde las coordenadas clásicas que previamente habían analizado las diversas fundaciones que se acercaron para preparar los escenarios que se deberían abrir, según modelos al uso. La experiencia mundial es la que es y siempre hay un eco similar que ayuda a la comprensión o sirve de espejo para repetir huellas. Sin embargo, frente a una determinación decenas de veces repetida, explicita e implícitamente, directa o indirectamente, la emisión de mensajes inequívocos no encontró receptor. No hay secreto en el por qué. La comodidad y la medida al conflicto, tanto desde Madrid, París o Gasteiz, marcaban la razón del impasse. La sorpresa llegaba sobre la profundidad de esta estrategia. El iceberg tenía una base bajo el agua de una magnitud insospechada. El inmovilismo fue exagerado.

Así que tras 16 meses de estancia en latitudes nórdicas y expectativas difuminadas finalmente, el contador volvió al cero. ETA tuvo que abordar su desarme desde el atrevimiento, recordando aquella expresión que cuelga del monumento a Danton en París: «audacia, otra vez audacia y siempre audacia». ¿Alguien de su dirección habría imaginado en la espera de Noruega en 2011 y 2012, que el desarme iba a ser transmitido finalmente por una cuadrilla de baserritarras y activistas como sucedió en 2017?

El siglo XX ha dejado decenas de experiencias de grupos subversivos, insurreccionales, guerrilleros... incluso si quieren utilizar el lenguaje gubernamental, terroristas. Ninguno, y creo que el repaso ha sido exhaustivo, ha concluido su arsenal de modo semejante al que lo ha hecho esa organización creada por un puñado de estudiantes de ingeniería en Bilbao que se mezclaron con una extensa cuadrilla de inquietos jóvenes del barrio del Antiguo de Donostia, hace ya seis décadas.

Hace unos días escuché al ministro Zoido llamar «paripé» al desarme de ETA cuyo proceso se recoge, precisamente, en el libro que estos días sale a los kioscos y librerías y lleva, a modo de recopilación de diversos autores, mi firma. El mismo libro al que me estoy refiriendo desde la primera línea de este artículo. Y entonces, al oír al ministro, me vino a la memoria la introducción que despachó Nacho Carretero a su libro ahora secuestrado “Fariña”. Unas palabras del entonces jefe del Estado Mayor del Ejército yankee y más tarde presidente Dwight D. Eisenhower. Pronunciadas tras la liberación de Auschtwitz: «Graben todo. En algún momento, algún bastardo se levantará y dirá que esto nunca sucedió».

Es recurrente el hecho de que tengamos que escribir y rescribir nuestra crónica cercana y lejana una y otra vez, sin descanso. Así es. Porque ni en eso aflojan los amanuenses de la falsedad. Construyendo una serie de capítulos que fluyen únicamente de su imaginación y tienen un único objetivo, el de moldear la realidad, pasada y presente, para confirmar desmanes y, sobre todo, actividades contrarias a la justicia.

Así que la primera razón y probablemente la más convincente para abordar el trabajo estuvo ligada a esta idea. Contar, escribir, interpretar porque algún día, como ha ocurrido, llegará un bastardo (por continuar con la expresión de Eisenhower) que negará el color del cielo, el sabor del salitre y que nos imputará a escritores, notarios y protagonistas profesiones ajenas, actividades desconocidas. Para justificar cualquier barbaridad que coyunturalmente tengan a bien (o a mal) hacer.

En los últimos tiempos, lo cierto es que también como en otros, los cronistas y escribanos del régimen nos hablan de un concepto que incita a la turbación: la «historia verdadera». La única a la que ajustarse en tiempos de zozobra política, la misma que aún sostienen, como por ejemplo lo hacen Florencio Domínguez desde el Memorial de Víctimas del Terrorismo, o el comandante de la SDAT Laurent Hury en París, que una «escisión» de la organización vasca se ha hecho con un cuarto del arsenal que ETA tenía antes de abril de 2017.

La «posverdad», la «historia verdadera», tantas veces repetidas en aquellas espectaculares «versiones oficiales» que nos recuerdan a los muertos por accidente en manifestaciones de una bala rebotada en un tejado, o los torturados que se lesionaron a sí mismos, dándose golpes inverosímiles, tienen en esta ocasión el objetivo de mantener una determinada forma de abordar el conflicto vasco y el cierre de ciclo de ETA.

La estrategia que el Gobierno español abordó desde 2012 hasta 2017 y que llenó de palos las ruedas del desarme, ha quedado en entredicho. Como en la fábula de David contra Goliath (quién sino un Estado puede ejercer a estas alturas de Goliath), el proceso ha demostrado cuáles son las debilidades y las fisuras de una institución supuestamente omnipresente. Decir que el Estado ha hecho el ridículo quizás sea ir demasiado lejos. Pero en un punto intermedio de esa definición se encuentra su situación.

Y estas reflexiones surgen precisamente a través de la crónica del trabajo sobre lo que ha sido un desarme singular. No hay otro adjetivo capaz de describirlo: singular. Jamás he encontrado, lo señalaba unas líneas antes, una experiencia semejante donde un puñado de activistas, junto con el apoyo indispensable y casi unánime de las instituciones de Ipar Euskal Herria, haya sido capaz de enfrentar y salir airosa. El desarme de ETA ha sido un proceso singular donde los haya.

Y el comienzo de esta singularidad tiene su punto de partida en la constatación de un fracaso, el que hizo volver a la clandestinidad, en febrero de 2013, a quienes esperaban entonces al jefe del Gabinete Rajoy, Jorge Moragas. Por cierto un Moragas que fue agasajado como comendador de la Legión de Honor de la República francesa, en marzo de 2016, cuando los servicios secretos de Madrid y París daban por sentado que ETA se iba a «ahogar en su propia leche», según terminología de inteligencia. Nada de aquello sucedió.

Hoy, con la notoriedad de la palabra, el proceso de desarme tiene un recorrido más nítido, al alcance de lectores interesados. Enlatado en forma de libro para dejar testimonio de cómo fueron esos años tan complejos. Para notariar, como recordaba Albert Einstein, que hay una fuerza motriz más poderosa que el vapor, la electricidad o la energía atómica: la voluntad. Una voluntad que ha sido capaz de mantener vivo a este pequeño país durante más tiempo que el que previamente le habían dispensado sus vecinos.

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