Félix Placer Ugarte
Teólogo

Un futuro incierto para la Iglesia vasca

El problema y preguntas de fondo para el futuro y credibilidad de la Iglesia aquí radican, a mi entender, en la forma de abordar y responder a la realidad vasca en su compleja y plural situación.

Durante los largos siglos de la llamada «cristiandad», la Iglesia ejerció un dominio ideológico y moral que condicionó en muchos aspectos la sociedad vasca. Julio Caro Baroja la calificaba, refiriéndose a ese tiempo, como «la fuerza coercitiva más considerable de cuantas informan a la sociedad vasca actual y la que le ha movido desde fechas bastante remotas en momentos decisivos». Esta herencia religiosa ha pesado en muchos comportamientos sociales y políticos con valoraciones muy diversas: J. M. de Barandiaran y R. Moreau consideraban el cristianismo en el Pueblo Vasco como profundamente inculturado y componente del alma vasca; F. Krutwig lo veía como «un credo contrario a la naturaleza y buenas costumbres de Vasconia». Los años de la dictadura franquista fueron especialmente nefastos para Euskal Herria. El bertsolari Balendin Enbeita, de arraigados convencimientos cristianos, fue muy crítico con una iglesia silenciosa: «Herri bat hemen sufritzen dago/ menperatua indarrez /Eleiztar asko ixilik dago/ egia esaten beldurrez». Ciertamente, sin duda, hubo voces que ante este silencio cómplice jerárquico denunciaron el sufrimiento del pueblo, como fue la «carta de los 339 sacerdotes vascos» (1960), el comprometido testimonio de curas en Bizkaia, que refleja admirablemente la película "Apaiz kartzela", y de otros grupos en los cuatro herrialdes. El obispo de Bilbao, Antonio Añoveros, defendió con valentía la identidad vasca contra la represión franquista.

En la «transición política» se inició, siguiendo líneas del Concilio Vaticano II, un proceso evolutivo donde los entonces Obispos vascos defendieron los derechos del Pueblo. Asambleas diocesanas, organismos diversos, grupos alternativos cristianos desde planteamientos evangélicos liberadores proponían y luchaban por una Iglesia vasca fiel al evangelio en Euskal Herria.

Pero la involución posconciliar por parte de las élites vaticanas hacia una Iglesia conservadora se fueron imponiendo. Se impidió la unión de Pamplona, Bilbao, San Sebastián y Vitoria en la denominada Provincia Eclesiástica Vasca; los nombramientos de los Obispos posteriores siguieron las pautas de la dominante ala conservadora del episcopado español.

Hoy parece que desde el Vaticano, último responsable de los jerarcas nombrados, se está dando un giro significativo para las diócesis de Euskal Herria. Joseba Segura para Bilbao y Fernando Prado para Donosti han abierto las esperanza de muchos para una Iglesia con otro talante y compromiso. Sus nombramientos, sin duda, son un indicio a pesar del estilo directivo vaticanista donde el pueblo poco puede opinar y menos decidir. Cabe ahora preguntarse si ese giro –al parecer propiciado por el mismo Papa Francisco– va a tener ya continuidad en Pamplona y más adelante en Vitoria.

Pero el centro neurálgico de la crisis, de los problemas y del futuro de la Iglesia vasca y de sus respuestas no está en sus dirigentes jerárquicos y en su talante y sintonía con el pueblo. Son importantes, sin duda, pero no decisivos. El problema y preguntas de fondo para el futuro y credibilidad de la Iglesia aquí radican, a mi entender, en la forma de abordar y responder a la realidad vasca en su compleja y plural situación; como lo dijo el Concilio Vaticano II, en ofrecer «su sincera colaboración para lograr la fraternidad universal» y en disposición servicial desde el evangelio; en hacerse cargo y encargarse de ella como insistía Ignacio Ellacuría. Y esto corresponde a toda la Iglesia vasca, desde la base.

Sin embargo, hoy en nuestra sociedad, hay cada vez más personas para las que la Iglesia ha dejado de tener interés, no confían ya en ella o simplemente les resulta indiferente. No les interesa. También, sin duda, hay un número importante para quienes la Iglesia realiza una valorada labor desde Caritas y otros grupos y participan –cada vez menos, por cierto– en prácticas cultuales. Ahora, con la propuesta sinodal del Papa para una Iglesia donde caminemos juntos, se ha abierto en grupos eclesiales un cierta esperanza de un cambio significativo.

Pero se plantean dudas e incertidumbres: ¿caminar hacia dónde? ¿Será hoy realizable y operativa una Iglesia vasca, pueblo de Dios caminante, participativo y comprometido en la problemática humana de nuestro Pueblo?

Es aquí, creo, donde se juega el presente y futuro de una Iglesia vasca: en los campos conflictivos que hoy afectan a Euskal Herria y son el lugar o los signos de los tiempos en los que se deberá afirmar su credibilidad hoy debilitada y responder a su misión. Tendrá futuro como Iglesia vasca si vive, siente y camina con sus gentes en una tierra abierta, solidaria, acogedora.

Esos caminos transitan, en primer lugar, por los campos socioeconómicos, donde la pobreza y desigualdades son patentes y donde el mensaje de fraternidad que la lglesia propone debe concretarse no solo en tantas situaciones apremiantes, sino también en la denuncia del sistema neoliberal imperante que las causa, como en repetidas ocasiones lo hace el Papa Francisco.

Caminar juntos significa también convivir políticamente en un Pueblo que decida con libertad su futuro, sin dependencias, democráticamente, ejerciendo sus derechos colectivos desde la justicia y donde la Iglesia vasca debe estar comprometida con actitudes de verdad y memoria reconocidas, en solidaridad con todas las víctimas y buscando la reconciliación efectiva en colaboración dialogante con personas, grupos e instituciones.

Si la Iglesia en Euskal Herria quiere tener futuro debe ser, como insistía José María Setién, fiel al pueblo y a su tradición cultural, a su lengua; si desea «humanizar más plenamente» es necesaria «su valoración intrínseca» y «asumir la cultura en la totalidad de lo que significa asumir a la persona». Sin embargo, en mi opinión la conciencia euskaldun se está debilitando en las Iglesias diocesanas de cada herrialde que además continúan divididas en sus demarcaciones. La identidad de Iglesia vasca es clave para su futuro si quiere ser reconocida como tal.

Habitamos una Ama lur a ambos lados de las montañas pirenaicas. Respetar y cuidar nuestro hábitat significa y manifiesta el amor a nuestra tierra, bien común y casa acogedora, solidaria con otros pueblos y personas migrantes. Si la Iglesia vasca desea trasmitir su mensaje de paz y convivencia, debe ser cuidadora del entorno ambiental y de una armónica convivencia ecológica.

Implicarse en estas opciones, a mi entender, clarificará el hoy incierto futuro de una Iglesia vasca cuyo porvenir radica no en volver a llenar los templos, sino en responder con un compromiso activo, humilde y eficaz, fiel al mensaje liberador de Quien, como recordaba el Concilio Vaticano II «vino al mundo para dar testimonio de la verdad, para salvar y no para juzgar, para servir y no para ser servido».

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