Antonio Álvarez-Solís
Periodista

Un país que desconoce su pasado

Esos que han mostrado su horror ante el viaje político del jefe del Gobierno español a Barcelona son los mismos que identificó Antonio Machado

Me he estremecido ante la zarabanda y los plantos y condenas de muchos políticos, intelectuales y periodistas de la España actual ante la visita del jefe del Gobierno español a Catalunya y su reunión con el presidente de la Generalitat. El grito de esa alborotada población de dirigentes e informadores ha sido unánime: «¡El Sr. Sánchez ha cruzado todas las líneas rojas en su visita a quienes desean romper España! ¡Esa visita acrece el relieve político de los que desde su plataforma independentista alientan la violencia separatista en Catalunya! ¡Las víctimas de los terroristas se han conmovido en sus sepulcros!».

Sí, me he estremecido. Esos que han mostrado su horror ante el viaje político del jefe del Gobierno español a Barcelona son los mismos que identificó Antonio Machado en sus versos inolvidables sobre la Castilla ya derrotada en su tiempo; una árida Castilla «ayer dominadora/ que envuelta en sus harapos/ desprecia cuanto ignora». Una Castilla o una España que vacía con infinita tristeza sus tierras para unirse forzadamente a los que forman cola en la sopa boba que reparte un Madrid cuya potencia económica se sostiene, cínica y paradójicamente, de la explotación de los espoliados que forman esa cola de la sopa boba o de los impúdicos impuestos que multiplican la pobreza; un Madrid que vive de alquilar su suelo a ejércitos trasnacionales que muñen con la guerra a los lejanos pobres que conservan un espíritu de insumisión; un Madrid incapaz de superar la evasión monstruosa de capitales que pasan urgentes sobre la piel del país que pastorea con exigencia un funcionariado colonial; un Madrid cuyos periodistas, profesores u otros miembros de una intelectualidad endeble, al menos en sus capas más alborotadoras, ignoran, o pretenden ignorar, las visitas que, en tiempos también difíciles, monarcas alfonsinos hicieron a una Barcelona en conflicto con la centralidad del Estado; un Madrid que desconoce la negativa de un gran president nacionalista como Maciá para encabezar la independencia absoluta de Catalunya por pesar en su corazón haber sido coronel del Ejército español... Hechos y personajes que también cruzaron esas líneas pintadas de rojo en busca de un entendimiento que ahora torpedea insensatamente un fascismo ignorante de la propia historia de su patria. Me duelen tales tundidores de la razón, a los que escucho a carón de los versos de Machado ante el cuerpo de su esposa muerta: «Señor, ya me arrancaste lo que yo más quería./ Oye otra vez, Dios mío, mi corazón clamar./ Tu voluntad se hizo, Señor, contra la mía./ Señor, ya estamos solos mi corazón y el mar». Parece que en España «no hay camino./ Se hace camino al andar».

¿Pero ahora hacia dónde caminar, ya que no queda siquiera la novedad dubitante de los quebrados del XVIII? Triste país enamorado, al parecer, del heroísmo escaso que con un canto rodado abre siempre la cabeza del que en ella acomoda razón cualquiera.

Saben bien los que andan en el menguado afán de las líneas rojas que su dolor por España es faranga del que persigue acomodar la hora a la oscura nimiedad de su ambición. Porque su España podría ser grande en el marco de una República confederal ibérica, quemada repetidamente, en cualquiera de sus posibles formas, para calentar únicamente las manos de quienes, tristemente asomados al balcón del Aquinatense, no saben qué hacer con ellas.

Líneas rojas, clama la ufana jerezana; líneas rojas, indican con ira bien guisada los de Vox; líneas rojas, predican los predicadores... Líneas rojas que ni si quiera son del rojo que enciende el horizonte, sino que su rojo es el del semáforo que gobierna tres posiciones del paso.

Una vez tras otra, en la soledad que Dios me ha concedido para asegurar el salto a lo que carece de fronteras, cavilo sobre lo qué ha pasado en la historia de la españolidad para que al español le cueste tanto andar por la caligrafía de las ideas sencillas que resumió un mediterráneo como Parménides cuando dijo que el «ser» es lo que es. Frase que se debe diferenciar desde luego de otra formalmente parecida –«las cosas son como son»– que emitió hace poquísimo el gallego número dos en la gobernanza española, que suele ser navegación hacia la tormenta por no mirar el piloto el sencillo mapa de las isobaras.

Somos desdichados. Quizá es lo que ahora lleve al nuevo capitán a buscar rutas nuevas tras el viaje a Davos, donde quiso infantilmente convencer de su servicio a los grandes esquiadores, en cuyos ojos habrá leído que nada se les puede ofrecer a esos poderosos que no sea la rendición incondicional.

Sí; hay que dar a España destino propio, pues, aunque parezca insensatez apuntarlo en un mundo globalizado, el futuro de los pueblos o estados modestos está en proteger su territorio en lo económico, en lo social y cultural a fin de mantener un equilibrio interior que facilite una vida aceptable. La vida de cercanía, con necesidades reales, reduce el abanico de la oferta, pero libera de competencias que conducen a la miseria a una parte importante de la población. Es radicalmente falso que la llamada libre competencia eleve la calidad de vida de la clase trabajadora. La libre competencia está viciada por mecanismos de carácter internacional que la quebrantan. Esta evidencia es la que me lleva a creer en un modelo de mercado en que se equilibren producción y consumo en paralelo. En ese mercado el empleo no padecerá un paro que destruye la paz de millones de familias. Cierto es que un perfil modesto, pero adecuado de existencia, conlleva la instrumentación de una educación socioeconómica que va a suscitar protestas por parte de una ciudadanía envenenada por la inflación de una oferta global hoy sobrealimentada en lo material por un digitalismo exacerbado.

Esa vida nueva exigirá, entre otras cosas, la liberación de nacionalidades por el Estado a fin de que cada pueblo se haga cargo de sí mismo mediante la eliminación de superestructuras estatales repletas de fuerzas represoras. Hay que rebuscar comercio en casa, hay que enseñar democracia casa por casa, hay que hacer pipí sobre las líneas rojas… Hay que reinventar el país. Eso va ser muy difícil, pero en nuestro caso usted, Sr. presidente, ha de recordar que solo se llama Sánchez. Se lo dice un Álvarez complacido en su modestia.

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