Juan Izuzkiza
Profesor de Filosofía

Un paseo de la Verdad a la verdad

Los gobiernos occidentales han asistido gozosos a un gigantesco experimento social altamente satisfactorio de obediencia grupal (más allá de que el susto de la pandemia no les quepa en el cuerpo, que también lo creo)

Mientras que en Platón la Verdad va intrínsecamente unida a la Belleza y al Bien, Marx cambia por completo la familia y une a la verdad (ya en minúscula) con el poder y el interés. Así pues cuando esta se proclama, siempre según Marx, hay que saber ver quién se beneficia materialmente con ella y –más importante– en detrimento de quién (el primer grupo acostumbra a ser reducido, por el contrario el segundo es siempre mucho más amplio).

Con estas lentes marxistas, que vinculan la verdad al poder y al interés económico, la realidad asoma de otro modo. Hagamos ahora un pequeño paseo con ellas puestas:

Al respecto del uso obligatorio de las mascarillas surgen algunas verdades analizables. Me decanto en este paseo por una verdad principal, en torno a la cual revolotearán, sin duda, el interés y el poder, pero para desviarme a dos asociadas a esta primera.

Verdad principal: las mascarillas contribuyen a frenar la expansión del coronavirus.

Verdades asociadas: existen en el mercado distintos tipos de mascarillas antivíricas, que van desde las totalmente inservibles hasta las mucho más caras de cirujano profesional, es decir, dada la variedad de oferta está muy claro que no todas sirven para un propósito común, o dicho de otra forma, algunas mascarillas sirven más que otras, por lo que lo de propósito común pierde todo su sentido. Huelga decir que no todo el mundo puede disponer de las mascarillas teóricamente más eficaces en la defensa contra el virus porque, sin más, no puede pagarlas.

Segunda verdad asociada: todas las mascarillas, con la sola condición de que tapen nariz y boca, sirven de <> democráticas.

Con estas dos verdades podemos hacer, otra vez, la pregunta de <>.

Y bien, ¿qué se puede responder? Por lo menos ya tenemos una respuesta clara: a los gobernantes les interesa que se use, no qué se use.

Si esto es así, resulta, cuando menos, extraño. Por poner un símil, es como si a las autoridades de tráfico les diera igual que en el coche nos pusiéramos cinturón de seguridad o, en su lugar, tiras de papel higiénico, eso sí, siempre correctamente cruzadas y bien visibles sobre el pecho.

¿Por qué es siniestro también? Porque más allá de criterios sanitarios lo que parece que se premia es la obediencia. Según se ve, las autoridades han conseguido que todos tapemos dócilmente nuestra boca con lo que sea y esto refuerza la tremenda tesis de Houellebecq –seguro que buen conocedor de Maquiavelo y de los experimentos de Millgram– de que la cumbre de la felicidad del acomodado consumidor occidental reside en su sumisión absoluta: el <> poder nos cobija con sus órdenes.

Acabo con el breve paseo. Como se decía en aquel conocido anuncio de los 90, con tal de que no nos quiten el <> aceptamos pulpo como animal de compañía con demasiada facilidad; aunque todos sabemos, perfectamente, que esta mascarada tiene demasiados agujeros. Así que con tantos agujeros también podemos pensar, insisto, que en el fondo los gobiernos occidentales han asistido gozosos a un gigantesco experimento social altamente satisfactorio de obediencia grupal (más allá de que el susto de la pandemia no les quepa en el cuerpo, que también lo creo).

Si me quito las lentes todo lo que digo en este pequeño paseo me parece un burdo bulo y entonces entiendo que a las autoridades solo les mueven razones sanitarias, si me las pongo, que diga que eso de que <> es un bulo, es, en realidad, el verdadero bulo.

¡Hay que ver qué líos se traen las verdades cuando van en minúsculas y no en mayúsculas!

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