Kepa Tamames
ATEA (Asociación para un Trato Ético con los Animales)

Una crítica razonada a las «consultas populares» (sobre tauromaquia)

¡Por supuesto que la consulta popular, como concepto, merece un sitio de honor en toda democracia bien entendida! Pero quizá deba reservarse para cuestiones bastante menores que el arte macabro de la tauromaquia.

Percibo que vivimos tiempos extraños (no hablo de la «pandemia»). Por tal adjetivo –y desde mi estricto juicio– debe entenderse tanto «no llegar» como «pasarse». Es lo que sucede a menudo con el término democracia: que se ha popularizado hasta rozar la banalización más absoluta, con lo que ya no vale para casi nada, o si acaso para alpiste de mentes adocenadas. Hemos acabado asumiendo que una sociedad es más demócrata (¿progre?) cuanto más se le pregunta. Y no veo yo que tenga que ser necesariamente así.

De forma paralela, aceptamos con absoluta naturalidad que no se consulten determinadas cuestiones (de hecho, una abrumadora mayoría de ellas, hagan cuentas). La presencia de ambas realidades en un mismo escenario debería, cuando menos, hacernos reflexionar.

Recuerdo mis años de «adolescencia animalista» (mediados los pasados ochenta), cuando en interminables reuniones confesábamos de cuando en cuando nuestro sueño dorado: «¡Que pregunten sobre las corridas de toros si se atreven!». Enseguida tomaba la palabra el cuerdo del grupo para recordarnos que acaso perderíamos por goleada una consulta de tal cariz. El silencio de los demás confirmaba de alguna forma la razón del hablante. Pero en la siguiente reunión volvíamos con la matraca del hipotético referendo, y con la más que segura y aplastante victoria.

Pasadas tres décadas, las cosas han cambiado, vaya que sí. Diríase que en la actualidad uno confiesa su antitaurinismo casi por calculada «corrección política». Y tampoco voy a rasgarme las vestiduras por ello, pues creo que ese mero hecho ya supone un notable triunfo en el proceso.

Prolifera por la geografía patria la solicitud de «consultas populares» (sobre tauromaquia), la aceptación administrativa de dichas consultas a veces, y hasta las consultas mismas. Se celebraron algunas en ciertos lugares. Unas se ganaron y otras se perdieron para la causa que nos compete. Pues bien, soy de los que consideran que «se perdieron» todas. Porque entiendo que aceptar una consulta, vinculante o no, sobre algo que implica la agresión letal a inocentes no es de recibo. Dejo a un lado aspectos como el arte, la cultura o la tradición, que no me veo capaz de negar en grado alguno. Aun con ellas como frontispicio, insisto: no es de recibo. Incluso llego a comprender –desde una perspectiva embaucadora, y por tanto falsaria– la estrategia del poder establecido, sin importar color, pues evita con ello una incómoda carga justificativa, pasándole «el muerto» a esa masa informe que denominamos pueblo (no siempre sabio, desde luego). ¿No les parece una forma entre burda y deshonesta de eludir responsabilidades morales? A mí sí.

¡Por supuesto que la consulta popular, como concepto, merece un sitio de honor en toda democracia bien entendida! Pero quizá deba reservarse para cuestiones bastante menores que el arte macabro de la tauromaquia. ¿Cuántas personas entre quienes leen este artículo hubieran aceptado llevar a «consulta popular» la posibilidad del matrimonio entre homosexuales? ¿Cuántas asumirían que pueda o no contaminarse la naturaleza según el resultado de un referendo? ¿Cuántas dejarían en manos de una pregunta dominical las normas de circulación? Téngase en cuenta que ninguno de los ejemplos implica la organización de actos públicos, lúdicos y legales que agredan y maten inocentes por protocolo. Repito: ¿cuántas lo aceparían? ¿Por qué asumimos entonces encantadas dichas consultas?

No me parece ni de lejos apropiado ofrecer nuestro parabién a algo que debería pertenecer al campo de las obligaciones morales inalienables. Y menos aún convertirnos en promotores. Entre otros motivos, porque con ello fomentamos la idea de que la integridad de los animales (¡tan esencial para ellos la suya como para nosotros la nuestra!) se queda en el ámbito de lo «meramente discutible» (entiéndase el entrecomillado). Por descontado que puede «discutirse» cualquier cosa desde un plano teórico. Pero siempre con los intereses básicos de las posibles víctimas garantizadas.

Aceptar la «consultabilidad» de la tauromaquia desvaloriza su peso ético, convirtiéndola así en una «cuestión menor», acaso compartiendo lista con la intensidad del alumbrado público o la cuantía de la tasa de recogida de basuras. Si todo es importante, sin duda hay realidades más importantes que otras.

Me parece asimismo pertinente recordar que allí donde se llevaron a cabo dichas consultas, el factor económico tuvo durante todo el proceso una importancia primordial. Con lo cual, donde ocurrió, la «victoria» fue en realidad un provecho pecuniario (egoísta) más que de progreso social. Preguntemos a esas mismas personas en pura clave de derechos animales, y seguro que descubriremos un resultado muy diferente.

Nunca viene mal tener los pies en el suelo, pues solo así se percibe la realidad tal y como es, y no tanto como quisiéramos que fuera.

Bilatu