Antonio Álvarez-Solís
Periodista

Viaje a Keynes

A la luz de este quinqué moral han de decidir por su parte los llamados socialistas actuales, convertidos en  «mulas» de los poderosos, si son o no necesarios; si existe ya el socialismo. Hay que aclarar esto, Marx o menos

En el año 2015 los inversores retiraron de España 70.200 millones de euros. Datos del Banco de España. Pero ustedes, Sr. Rajoy, siguen ahí con su discurso del renacimiento de la economía española. Ya lo dijo la neoignaciana Sra. Cospedal, la manchega de la mantilla cachonda y la fe curada: «En tiempos de desolación nunca hacer mudanza». Para completar su repertorio de urgente cultura jesuítica le voy a regalar a la Sra. Cospedal otra cita del mismo jardín. Es de San Francisco de Borja: «No más servir a señores que en gusanos se convierten». El caballero cortesano Francisco de Borja la pronunció tras un largo viaje como escolta de honor cuando abrieron protocolariamente el féretro de una bella reina, Isabel de Portugal, al ser entregado su cuerpo a los frailes de un monasterio. Pero la frase puede tener nuevo empleo en los tiempos en que vivimos. Es quizá ofrenda mística para la oración de un seguidor del PP.

Sr. Rajoy, habrá que gritarle como hizo Churchill en el Parlamento de Westminster al Sr. Chamberlain ante su política de cesión a Hitler: «¡En nombre de Dios, váyase usted!». Pero no se irá porque como ha dicho educadamente el Sr. Rivera, con su rostro de cándido serafín de Murillo: «La cuestión es que el Sr. Rajoy no quiere irse». Esta voluntad de infinitud pertenece a la herencia política de Franco, que cuando nos pongamos nuevamente en pie los muertos parece que volverá a estar solo a dos pasos de Madrid. La España eterna.

Mas no se trata aquí de iluminar un poco más la pérdida de la nueva Invencible, sino de formular a los endiosados expertos la pregunta del millón: ¿Qué tipo de inversiones son esas que vienen y van según el fin de semana caiga en jueves? En el viejo capitalismo puritano, con su moral creativa, los inversores, muy frecuentemente calvinistas –dijo Benjamín Franklin en sus «Trece virtudes»: «No uses engaños que puedan lastimar; piensa inocentemente y habla en concordancia»–, se arruinaban cuando no acertaban con el negocio financiado. Y se suicidaban algunas veces al no poder recuperar su inversión ni cumplir su papel social. Sentían en la piel que habían defraudado a la sociedad y que habían incluso manchado el nombre de su familia. El dinero empleado en edificar algo quedaba mortalmente enterrado en el cuerpo de lo malogrado.

Pero ahora ¿qué clase de dinero se emplea y cómo se emplea, que va y viene como si fuera intangible? Se trata evidentemente de un dinero que no responde a su función intermediadora y que con ella crece o muere, sino que genera un juego transeúnte que poco tiene que ver con la creación de vida o de sociedad. Dinero que va y viene sin implicarse en más aventura que la de sí mismo. Dinero corsario que perdura de asalto en asalto y que acaba o se multiplica en la gran sala de juego donde la vida se convierte en anaerobia. Es más, un dinero sin moral alguna que se desvía de su creativa función biológica para acabar inficionando la vida real de todos hasta conseguir su muerte. Cuando empecé mis lecturas de economía aún el dinero, dejemos puritanismos aparte, era factor de vida y jugaba en la mesa de la realidad. El capitalista creía en cierta forma que debía justificar su fortuna ante tanto desheredado. Ese era el fundamento moral de la doctrina keynesiana, en la que el dinero recuperaba su función pública de revitalización a fin de constituirse en trabajo, empleo y consumo creciente. Era un dinero en que se apostaba la vida comunitaria a finis. Porque la vida constituía la casa común, aun con todos los abusos de sus administradores. El keynesianismo fue un intento de dotar de alma al capitalismo, lo que al parecer ha resultado imposible. La banca vivía como intermediaria de esa ambición de crecimiento. Y vuelvo a preguntar a los expertos hodiernos en un capitalismo nocturno y alevoso: ¿es así o no es así? A la luz de este quinqué moral han de decidir por su parte los llamados socialistas actuales, convertidos en «mulas» de los poderosos, si son o no necesarios; si existe ya el socialismo. Hay que aclarar esto, Marx o menos.

Del capitalismo que trataba de ser respetable para sí mismo, que operaba con cierto perfil de religiosidad laica, o al menos de cierta decencia personal, hemos pasado a un capitalismo antropofágico, orgullosamente burdo, sin más sentido que una detonante acumulación dineraria que trasmuta diariamente en un poder sin más destino que el crecimiento de unas cuentas bancarias que contaminan y destruyen toda moral colectiva.

El capitalismo neo no considera la inversión como un acto socialmente creativo sino como un cepo de caza –preñada de furtivismo– sin otro propósito que rodearse de piezas disecadas. Un capitalismo que no persigue que las estructuras reales crezcan físicamente en mancha de aceite –hacer cosas– como decían los economistas de hace uno o dos siglos, sino que lucha encarnizadamente en su excluyente piscina de cristal para recrearse en su propio espectáculo.

A ese capitalismo no le importa, por tanto, lo sostenible sino la pura aventura de un lujo vicioso. Comprendo que la filosofía del fin de la historia sea su inevitable filosofía. Porque la historia la hace la gran república de la humanidad y ellos detestan a la humanidad. En esta repugnancia prende la raíz de su desprecio por los trabajadores. Un desprecio cargado de odio porque, pese a todo, los capitalistas del dinero muerto precisan a esos seres impertinentes que son los trabajadores para sostener un consumo que, aunque irrisorio, actúe como gas que hinche su apasionante globo. ¿Pero cómo mantener ese asfixiado consumo? Ahí está la contradicción mortal que pretende superar el neocapitalismo con una destrucción diversa y masiva de los seres ya agotados y sobrantes.

Ya no se oye en el mundo empresarial hablar de «mis obreros», que sonaba a explotación y era explotación, pero que al mismo tiempo entrañaba un cierto orgullo de promotores de sociedad. No valga lo que digo como nostalgia de una época que estrujó brutalmente a los trabajadores y en la que el socialismo, ¡ay!, estaba llamado a su liberación. Lo dicho trata de contrastar la diferencia entre el primer capitalismo con su lucha de clases y el neocapitalismo fascista en que ha venido a concluir. Hablo de una explotación que ha llegado a su punto máximo y a la que hay que enfrentar de todas las maneras si queremos la salvación de la humanidad.

En este sentido escuché, con el corazón en marcha, la frase de Arnaldo Otegi a su pueblo cuando entregaba la sintética conclusión de seis años de meditación en su celda: se trata de instalar la decencia en la gobernación del Estado. De esta nueva forma de ver la izquierda ha de nacer el futuro. Habrá que hablar mucho de la importancia de la decencia. Prometido, Arnaldo.

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