Josu Iraeta
Escritor

Víctimas o cómplices

El Estado español, en lo que atañe al «rigor» de la democracia, está situado en los últimos puestos en el escalafón de las democracias occidentales. Con una corrupción que ha tomado carta de naturaleza en la sociedad, unas instituciones secuestradas e incapaces de hacerle frente, y lo más grave: una opinión pública totalmente resignada, vencida.

Hasta hace unos pocos días, los titulares de prensa se hacían eco de las extrañas «aficiones» multimillonarias de un banquero llamado Francisco González, hoy «ex» presidente del BBVA, última «luminaria» –propiciada por José María Aznar– de una larga lista de delincuentes del mismo rango, encabezada por un gallego de Tui, llamado Mario Conde, seguido de algunos ya fallecidos y otros que, como Rodrigo Rato, al que –cuando les dan oportunidad– exhiben epidermis «escupiendo» en todas direcciones.

Son sin duda, personas a las que la naturaleza dotó de un cerebro incapaz de discernir entre el bien y el mal, entre lo suyo y lo ajeno, entre la inmundicia moral y el trabajo honesto. No debiera pues extrañar que, empujados por su incontenible egocentrismo, hayan delinquido con la mayor naturalidad, enriqueciéndose a costa de una sociedad a la que desprecian...

Estas son las razones que ante las grandes crisis bancarias, las quiebras de sociedades mercantiles, los fracasos de grandes inversiones en gigantescas infraestructuras que llegan a comprometer a toda la sociedad de un país, suelen producir en el ciudadano medio cuando menos dos impresiones: la de su enorme vulnerabilidad, sobre todo cuando se recurre al dinero público para solucionarlo, y también la impresión más o menos difusa de que los «actores» principales eludirán su responsabilidad con relativa facilidad.

Dicho esto, y al margen de que si hay o no, legislación adecuada ante el delito económico, lo cierto es que salvo algunas ocasiones –y muy conocidas– diría que la delincuencia económica no se persigue eficazmente, más claro, que rara vez se ven banqueros sentados en la Audiencia Nacional española. Acaso porque sus funcionarios se aplican con dedicación «preferente» a la caza del disidente.

Sin pretender el conocimiento de los expertos, parece claro que en la práctica resulta bastante difícil establecer la frontera entre lo que es una simple infracción civil y lo que pueda tipificarse como delito.

Dos ejemplos para ilustrar el tema: Una situación de quiebra puede suponer «sólo» consecuencias civiles para con sus acreedores, y no sería delito de no incumplir condiciones ya establecidas o cuando se diera el engaño documental, lo que sería calificado como estafa.

Otro ejemplo no menos frecuente; el reparto de dividendos por una entidad bancaria sin que existan beneficios. Lo probable es que sea caracterizado como una simple irregularidad, de no ser que alguien se atreviera a calificarlo como apropiación indebida de depósitos.

Esta es una cuestión en la que no sirve de mucho la retórica, es la praxis la que prevalece, de ahí la pregunta: ¿por qué? La pregunta es clara y concisa, la respuesta también. En toda sociedad de clases, las leyes económicas están dictadas para defender a la clase dominante de los intentos de asalto o subversión de las clases inferiores. Es decir, hay que preservar la «propiedad» –sin cuestionar cómo se obtiene– como derecho supremo, porque en ella descansa el régimen social.

El origen, la cuestión de fondo está en que el capital se basa en la explotación, y es ahí donde una clase determinada y conocida es la encargada de llevar a cabo la acumulación en su propio beneficio y en detrimento de la mayoría.

Por razones «estéticas» y para mejor legitimación del sistema consideran deseable que esa explotación se haga limpiamente y de un modo desapercibido –tal y como en su día aclaró Marx al determinar el valor de las mercancías– pero, si existen dificultades para hacerlo así, toleran que la extracción del excedente se realice descaradamente, incluso al margen de la ley.

Si embargo, cada estamento en la pirámide social debe adecuarse a los límites de las operaciones depredadoras que puede realizar. Cuando se da el caso de faltar al respeto jerárquico, el «artista» es considerado intruso y tratado como tal. Se le rechaza del grupo, pero evitando que sea tratado como delincuente. Recuerdo cómo la prensa citó a Felipe González con relación al banquero Mario Conde: «que le quiten el banco pero que no lo toquen».

Evidentemente, el rigor en los delitos, está directamente relacionado con las características del sistema político. En las democracias formales como la española, no son menos importantes el equilibrio de poderes, los hábitos políticos, el peso y trascendencia de la opinión pública, los criterios morales, la laxitud ante la manipulación...

El Estado español, en lo que atañe al «rigor» de la democracia, está situado en los últimos puestos en el escalafón de las democracias occidentales. Con una corrupción que ha tomado carta de naturaleza en la sociedad, unas instituciones secuestradas e incapaces de hacerle frente, y lo más grave: una opinión pública totalmente resignada, vencida. No hay duda, el delito financiero está cubierto por el manto de la impunidad, y no es sólo una frase, que conste. Es por todo esto que las «quiebras técnicas» y sus consecuencias sociales no deben ocultarnos la quiebra moral con la que todos estamos conviviendo, ese magma nauseabundo que todo lo soporta.

La frecuencia, no con la que se da, simplemente la que se conoce, hace que todos los días nos atiborren con informaciones de sinvergüenzas que se dotan de salarios escandalosos, de presidentes de comunidad que se hacen un «pack» en el que incluyen salarios, primas, incentivos, dietas y demás minucias. De comisiones millonarias para los gestores, de la «siembra» de pistas falsas para eludir los inspectores, en fin, todo ello hasta llegar a una conclusión: que solamente existen responsabilidades mercantiles, que no son de las personas, sino de las sociedades anónimas. Es decir, el enriquecimiento es privado, la quiebra es pública.

Como puede observarse a lo largo del artículo, no se trata de beber de las fuentes doctas, sino de valorar el manto de impunidad que se extiende sobre el delito económico. Supone de hecho, la más clara imbricación del poder político y el poder económico.

Llevamos tiempo haciéndolo, todos miramos a los bancos y sus banqueros con asombro, cómo publican sus ganancias multimillonarias, cómo reparten beneficios de doce ceros, cómo anuncian quiebras y también cómo amenazan a las instituciones exigiendo dinero público para resolver las consecuencias de su mala gestión. Dinero «nuestro» estimados lectores.

Siempre he defendido que en una democracia joven, inexperta y corrupta como la que nos concierne, las elecciones son consideradas como «el punto G» del sistema, pero nada más lejos de la cruda realidad. Es como si le exigiéramos mellizos a Matusalén.

También es cierto, y ustedes lo saben, que, en un estado plurinacional como el español, las naciones sin estado jamás resolveremos nuestro futuro –la libre determinación y la territorialidad– con unas elecciones españolas.

De todas formas y siendo medianamente inteligentes, debiéramos aprovechar la oportunidad que nos ofrece la última semana de abril. Animo a que ante las urnas seamos más las víctimas que los cómplices. Puede ayudarnos a «desbrozar» el camino.

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