¿Y luego qué?
Una vida en la que la salud, los cuidados y el bienestar de todas las personas estén por encima y al margen de cualquier empresa privada que pretenda obtener beneficios a su costa.
Una pregunta oportuna: de esta pandemia, ¿saldremos más sabias, o solo más perjudicadas que antes? ¿Seremos capaces de aprender de los errores cometidos, o volveremos a la falsa «normalidad» precedente?
Hasta hace semanas, las pandemias, las catástrofes, las guerras o las hambrunas eran cosas de ese Sur del mundo, que siempre queda muy lejos. Aquí solo llegaban algunas personas de esos países, las pocas que conseguían superar el Mediterráneo de la muerte, esas fronteras repletas de vallas, cuchillas y cuerpos policiales o militares, con las que la Unión Europea trata de impedir que esas «no-personas» nos «invadan».
Durante estas últimas semanas se ha extendido un mensaje de manera recurrente; resulta que una pandemia nos ha abierto los ojos a las injusticias de nuestra sociedad y del resto del mundo. ¿En serio? ¿Hasta ahora no éramos conscientes de lo que estaba pasando en Euskal Herria, en nuestras ciudades, pueblos y barrios? O tal vez, no queríamos verlo porque no nos afectaba tan directamente como ahora.
Unas semanas antes del confinamiento se presentó en Bilbao un informe sobre paradas de perfil racial llevadas a cabo por cuerpos policiales en el estado español. Uno de los barrios seleccionados para el estudio era el de San Francisco, en Bilbao. ¿Cuántas personas blancas estuvimos allí para informarnos de lo que están haciendo con nuestras vecinas y vecinos? Muy pocas.
¿Tampoco sabíamos cuál era la situación de las trabajadoras de las residencias de personas mayores? ¿No habíamos oído o leído nada acerca de las huelgas y diferentes luchas que estaban llevando a cabo para exigir unas condiciones laborales dignas antes de que llegase el virus este? Podríamos seguir hasta el infinito; trabajadoras del hogar, pensionistas, personas en situación irregular, explotadas por empresas como Glovo, Telepizza, etc., etc.
Lo que este virus está haciendo es obligarnos a ver que, en el Norte, cuando ocurren los desastres, golpean mucho más a quienes el sistema ha dejado al margen. Ya no podemos obviar cuantas vidas precarias y explotadas estaba escondiendo nuestra opulenta sociedad. Cuán injusto es que una pequeña minoría acapare la inmensa mayoría de las riquezas del planeta. Que un sistema económico, que permite y alienta esas desigualdades, ni es justo, ni es sano, ni es sostenible. Que esa organización de la economía llamada capitalismo, es un sistema que necesita «dejar a millones de personas atrás» para asegurar su existencia.
Un virus que, al cebarse en las personas más excluidas, empieza por llevarse a las mayores peor atendidas y arrasa en las residencias que hacían negocio almacenándolas; a las desahuciadas o sin hogar, a las que no tienen casa en la que encerrarse; a las migrantes sin papeles que viven de negocios callejeros; a las trabajadoras sexuales, y a todas las personas obligadas a vivir en los márgenes de esta globalidad que fabrica pobres.
Una enfermedad que continúa una necropolítica que empezó mucho antes de la pandemia. Cuya manera de funcionar consiste en matar o dejar morir a todas las personas que no producen o consumen lo que el capitalismo necesita para seguir creciendo en beneficios.
Se habla mucho de esas personas «de fuera» que vienen a quitar el trabajo a las de «aquí». Sin embargo, el sistema capitalista patriarcal y racista que nos gobierna necesita tener miles de personas sin derechos, obligadas a aceptar cualquier tipo de trabajo en cualquier condición. La esclavitud contemporánea. Y de paso, ir devaluando los derechos laborales de las clases populares que, en la pelea por las migajas, nos dejamos despistar por discursos xenófobos intencionados. Se crea así una verdadera guerra entre pobres de «aquí y de allí», facilitando que una pequeña élite disfrute de una vida llena de privilegios robados, a la totalidad de la clase trabajadora.
Que no se nos olvide nunca que este Norte global lleva siglos esquilmando los recursos de los países del Sur, que es el causante de todas las guerras, pobreza, hambrunas y desastres climáticos, por las cuales la migración forzada es cada vez mayor. No podemos obviar la deuda que esta Europa de la supremacía blanca tiene con todos los países colonizados a lo largo de la Historia.
No hace mucho se llevó a cabo una huelga en la que reclamábamos una vida digna para todas las personas. En consecuencia, sería prudente que investigásemos la conexión entre ese malestar planetario anterior y el actual estado global de emergencia, que va mucho más allá del ámbito sanitario. Así nos daríamos cuenta de cuánto debemos a la clase trabajadora y a quienes defienden unos servicios públicos (sanidad, educación, dependencia, pensiones) dignos y universales, frente a unas administraciones que los desguazan y privatizan sin vergüenza, ni complejos. Apoyar y defender antes, para no tener que aplaudir a ninguna heroína ni héroe después.
Sería bueno preguntarse cómo trabajos, que ahora se declaran estratégicos e imprescindibles – personal de limpieza, de gestión de residuos, trabajadoras de hogar, cuidadoras de mayores, personal de comercio, quienes trabajan en el campo, o temporeras…, han sido siempre poco valorados, peor pagados y, en consecuencia, reservados mayoritaria o exclusivamente a las mujeres, muchas de ellas migrantes.
Podríamos aprovechar este confinamiento para reflexionar sobre la cantidad de cosas que se pueden hacer en nuestro entorno, sin confundir la felicidad con el consumo creciente que, realmente, es innecesario.
Afortunadamente, no todo es negativo. Podemos encontrar elementos muy positivos durante esta emergencia como está siendo la solidaridad y cooperación, surgidas desde abajo, en forma de redes barriales de cuidados y asistencia mutua. Existen «policías de balcón», pero son bastante menos que el vecindario dispuesto a ayudar. Por ello, debemos unirnos a estas personas para hacer frente al acoso policial que sufren cuando, valientemente, denuncian la brutalidad y el racismo policial.
Nos debiera preocupar, y mucho, ese intento gubernamental de blanquear al ejército (y el escandaloso porcentaje de dinero público que se llevan) mediante ruedas de prensa o la limpieza de espacios públicos, como si sirvieran para algo. Ni queremos, ni necesitamos ejércitos.
El día del fin del confinamiento debiera ser el primero del resto de nuestra «nueva vida». Una vida que, de verdad, no deje a nadie atrás… Una vida en la que la salud, los cuidados y el bienestar de todas las personas estén por encima y al margen de cualquier empresa privada que pretenda obtener beneficios a su costa.
Ahora bien, sí queremos una normalidad radicalmente diferente la debemos construir entre todas y para todas. Cuando por fin podamos salir de casa debemos tener muy presentes nuestros privilegios. La vida de muchas de nosotras se verá afectada, pero no olvidemos a quienes el sistema empujará a una exclusión todavía mayor. Estas redes solidarias que hemos ido construyendo durante el confinamiento serán mucho más necesarias cuando acabe.
Nuestras necesidades y angustias frente al futuro no deben cegarnos. No podemos volver a obviar la situación de todas aquellas personas que vivían al límite antes de la pandemia. Personas que necesitarán mucho más que nunca que nos unamos a sus reivindicaciones, que pongamos en riesgo nuestras comodidades, nuestra seguridad personal, para defender esa vida digna que todas nos merecemos.
Su lucha por una vida digna, libre de violencia, de racismo, de exclusión, debe ser nuestra lucha. La perspectiva desde la que construyamos esa nueva vida que tanto reclamamos, deber ser feminista, antirracista, anticapitalista y eco-socialista. Si no es así, volveremos a lo mismo y esta civilización tendrá un futuro todavía más insoportable.