Josu Perea Letona
Sociólogo

«Yo soy yo y quiero ser libre»

En esta heterogeneidad ideológica, podemos encontrar a fascistas marchando junto a hippies trasnochados, a seguidores de las medicinas alternativas junto a fieles de iglesias semidesconocidas y a jóvenes desorientados junto a veteranos caídos en el abismo de la sinrazón. Se pueden unir profundos ignorantes, artistas consolidados, líderes de opinión o conocidos estafadores profesionales.

Vivimos tiempos de incertidumbres donde se están produciendo profundos cambios en la forma de vida con el surgimiento de nuevos sujetos sociales. La pandemia del coronavirus ha puesto al descubierto, con más crudeza si cabe, el agotamiento del actual modelo político, económico y social, y nos muestra algunas claves del avance de la extrema derecha en el mundo.

La pérdida de lo social a manos de un sujeto individual que se erige como verdad última y el conjunto de fenómenos de descomposición social están marcando el camino en este siglo XXI. En las dos últimas obras de Verdú se plantea el fin del capitalismo de producción a manos de un sujeto marcado por su afán de consumo y por una desmedida necesidad de satisfacer su individualidad. Por su parte, el sociólogo y filósofo polaco Bauman, en Modernidad líquida, muestra cómo las viejas lealtades y las asentadas creencias han pasado de la antigua solidez a un estado líquido que se amolda a cualquier necesidad planteada por el imperio del dinero. Todo es terreno abonado para predicadores de pacotilla que van ganando adeptos en una sociedad con una crisis de identidad que ha dejado un vacío inmenso. Es en este escenario en dónde los fundamentalismos intentan proveer a los adeptos de una explicación de la vida «universalmente aplicable», de un mapa completo por el que poder navegar por un mundo hostil de nuevos sujetos, anómicos, asociales, apáticos y acríticos.

En este escenario de incertidumbres, la extrema derecha navega a favor del viento y su discurso contiene muchas variables ideológicas. Ahí tenemos, sin ir más lejos, a la extrema derecha francesa que hace suyas las palabras pronunciadas por Marion Maréchal, nieta del primer patriarca de la extrema derecha francesa Jean-Marie Le Pen y sobrina de Marine Le Pen, en una reunión con granjeros en la isla francesa de Reunión: «Preservar nuestros territorios, nuestra biodiversidad, nuestros paisajes, debería ser la lucha natural de los conservadores», afirmaba  Maréchal, y añadía que ella no quería tener que escoger entre los seguidores de Thumberg, a quienes calificó de «histéricos», y los «clima-escépticos, igualmente ideológicos, que niegan el daño causado por un modelo ultraproductivista y una obsolescencia planificada».

José Miguel Contreras y Eva Baroja en "Conspiranoicos: el auge de la estupidez humana" publicado en Infolibre el 31 del pasado agosto afirmaban que el debate mundial en torno al cambio climático celebrado hace unos meses en Davos, sirvió de plataforma y de altavoz a todo tipo de negacionistas, con Donald Trump a la cabeza. También señalan cómo han surgido diversos movimientos «que han abierto amplio espacio para la difusión de diferentes teorías abracadabrantes que pretendían alertar al mundo de oscuros males que nos acechaban. Estas últimas semanas, la pandemia provocada por la covid-19 se ha convertido en un vergel donde cultivar cualquier estrafalaria revelación».

Así, en esta heterogeneidad ideológica, podemos encontrar a fascistas marchando junto a hippies trasnochados, a seguidores de las medicinas alternativas junto a fieles de iglesias semidesconocidas y a jóvenes desorientados junto a veteranos caídos en el abismo de la sinrazón. Se pueden unir profundos ignorantes, artistas consolidados, líderes de opinión o conocidos estafadores profesionales.

Aparecen por todos los rincones del planeta fervientes negacionistas de la existencia del racismo, del clasismo, del androcentrismo, del ecocidio, o incluso, en plena pandemia, también vivimos el negacionismo sanitario. En estas manifestaciones de la crisis identitaria tienen también cabida, desde especialistas en el filibusterismo político, a terraplanistas y conspiranoicos de todo tipo y pelaje que navegan a sus anchas en un mundo aprisionado por un individualismo fortalecido y que sitúa su felicidad en aspectos sensitivos, en las emociones, que son las que mueven a los sujetos y los mantienen pegados a los comportamientos humanos. Un individualismo que se revela ante cualquier imposición moral, por necesaria que ésta sea, que la considerará autoritaria en la medida que pueda condicionar su «felicidad» lo cual pondría límite a su libertad.

Hoy, el individuo, está en el centro de las cosas y de la vida social. La sociedad de hoy es la representación social y colectiva genuina del hiperindividualismo, que traslada, que focaliza la satisfacción de los deseos del mundo exterior para llevarlos a su mundo individual. Durante estos días podemos ver en televisión un anuncio de uno de los grandes bancos, vanguardista en marketing publicitario, cuyo slogan dice «Yo soy yo y quiero ser libre». Una frase que expresa un individualismo extremo que eleva el deseo del ser humano de constituirse en actor y sujeto de su propia existencia, que exalta el desarrollo de nuevos valores, como el presente perpetuo, la satisfacción inmediata y otros muchos cada vez más presentes en la sociedad.

Recuerdo recientemente a un exiliado cubano que vivía en mi barrio que despotricaba del «régimen dictatorial cubano» al que acusaba de reprimir la libertad. Al preguntarle cuales eran las libertades que él consideraba más coartadas, contestó con contundencia, que eran, por ejemplo, la falta de libertad para comprarse unas deportivas de marca. Una respuesta que puede parecer banal, pero que reflejaba cómo quedaba restringida su libertad por el régimen cubano y consiguientemente su felicidad. El grito de «libertad» ha sido el eslogan estrella en las movilizaciones de la extrema derecha y de los negacionistas durante la presente pandemia en el Estado.

Podemos encontrar, así mismo, a los grupos más reaccionarios repartiendo «libertad» a base de «mamporros» o demandando «libertad» distorsionando la verdad con ese neologismo de la «posverdad», que viene a ser lo mismo que la «nuevalengua» que como señalaba George Orwell estaba pensada para disminuir el alcance del pensamiento, o el «doblepiensa» que vale para un pensamiento y para el contrario.

Emerge con fuerza en el mundo un discurso «nacional-libertario» que pone a la familia tradicional, a la patria, a la propiedad privada y a la libertad de consumo como ámbitos de la civilización occidental, la cual, desde esta mirada, estaría en peligro, ante una agenda global impuesta por grandes organismos internacionales que estarían subordinados a la China comunista.

Esto es lo planteado por líderes y asesores como Donald Trump, Jordan Peterson, Ben Shapiro, Milo Yiannopoulos, Hans-Hermann Hoppe, Richard Spencer y Steve Bannon, quienes señalan que nos encontramos en un mundo amenazado por el globalismo y el marxismo cultural.

No obstante, lo que más llama la atención de este discurso de ultraderecha, es su colonización de la noción misma de «libertario». La idea de anarcocapitalismo, por ejemplo, es una muestra más de cómo la ultraderecha actual instrumentaliza miradas tanto históricas como recientes que lo que buscan originalmente es cuestionar el autoritarismo estatal y construir mundos alternativos, y no negarlos como hace la ultraderecha.

Transitamos por un mundo confuso en el que la política queda reducida a la gobernabilidad, o en su versión más actualizada, a la gobernanza, y cuando la política queda reducida a lo gubernamental, entra en funcionamiento un proceso por el cual se tienden a difuminar las fronteras entre la ética, la política, la justicia social, el derecho, la economía en aras del dogma de la eficacia gubernamental Todo es materia de gestión, y en casos extremos como sucede con la pandemia del coronavirus, en forma de gestión de catástrofes. Esa maquinaria gubernamental convierte a los ciudadanos en meros objetos pasivos, presa fácil de ideologías de cartón piedra que la extrema derecha maneja desde sus laboratorios de «pensamiento».

José Miguel Contreras y Eva Baroja nos señalan que hay dos convenciones frente al poder de la estulticia que deberíamos dejar de lado. Por un lado, que se trata de un sector que en realidad es muy poco numeroso. En segundo lugar, que su poder de influencia directa no es determinante. Sería un error pensar así. Un descerebrado con solo apretar un botón o accionar un instrumento ya ha cambiado la historia en más de una ocasión. El problema es que el hábitat donde el disparate mental crece con mayor vigor parece estar potenciándose y extendiéndose en los últimos años.

Tiempos de preocupación, por lo tanto, en los que la izquierda tiene una gran responsabilidad histórica. El mundo camina hacia nuevas experiencias de las que será necesario aprender, y que pueden revestir incluso un carácter fundador desde el punto de vista de la estrategia transformadora para el futuro. Estamos inmersos en un mundo que propicia una personalidad altamente hedonista, donde la percepción de lo moral cae en desuso o adquiere nuevas dimensione. Un mundo en el que va escalando posiciones el negacionismo del valor de la solidaridad y está perdiendo a jirones los espacios en los que se asentaba el individuo, espacios de identidad colectiva. «El yo soy yo», el pronombre en primera persona del singular: yo, mí, me conmigo tendremos que aprender a enunciarlo en su forma plural: nosotros y nos, nosotras y nos.

Como nos advierte Iñaki Egaña, en su artículo "Recomenzar el fin del mundo" habrá que estar muy atentos al «leviatán que tiene múltiples caras capaces de confundir, de engatusar». Tenemos a nuestro favor, dice, la humanidad, que nos hace solidarios.

«En el umbral de un mundo en el que lo nuevo cabalga sobre lo antiguo, más vale admitir lo que se ignora», señalaba Daniel Bensaïd, «para mejor hacerse disponible a las experiencias por venir, que teorizar la impotencia cerrando los ojos sobre los obstáculos y peligros».

Deberíamos, pues, sumergirnos en las profundidades de la experiencia histórica para tejer los hilos de un debate estratégico enterrado bajo el peso de las derrotas acumuladas.

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