Julen Goñi

Comunismo a la carta

En su afán por no perder la influencia tenida a lo largo de la historia, la jerarquía de la Iglesia católica se ha encerrado en la atalaya de la muerte, una de sus últimas posesiones. Desde allí, intenta controlar todos los intentos de acercamiento por parte de la sociedad laica, contra la cual lanza dardos envenenados con forma de palabras.

Poco importa que, para la defensa, tengan que contradecir sus propios mandamientos, sobre todo el séptimo, el que prohíbe la mentira. Así, la ayuda a morir la llaman homicidio, a la voluntad de morir locura o petición de cariño, y a la muerte digna muerte indigna. Porque, según esa jerarquía, la vida no nos pertenece a las personas individualmente. Y, no, ya no basta con reclamarla como posesión de dios, porque saben que esa afirmación, tan utilizada hasta hace muy poco tiempo, solo valdría para quienes creen en la existencia de ese ser. Ahora, necesitan otra razón, otro dardo envenenado con forma de argumento «civil». Y acuden al ¡comunismo! En efecto, comienzan diciendo que somos seres sociales y que, por tanto, nos debemos a la sociedad, y concluyen que nuestra vida no es nuestra ni podemos hacer con ella lo que nos venga en gana.

Resulta curiosa la capacidad de adaptación de la jerarquía de la Iglesia Católica que pasó de afirmar que la vida nos la da dios, a decir que, en realidad, no es una donación sino un préstamo y, por último, a señalar que pertenece a la sociedad. Lo que durante siglos han atacado y vilipendiado, la teoría de la evolución y el comunismo, se han convertido en los muros de su atalaya de la muerte.

Cabría esperar que ese comunismo de la vida que ahora reclama fuera acompañado de un comunismo de las cosas, de los bienes, de la riqueza, en suma, algo que ya conocieron los primeros cristianos, tal y como relata el evangelista Lucas: «Todos los que habían creído estaban juntos, y tenían en común todas las cosas; y vendían sus propiedades y sus bienes, y lo repartían a todos según la necesidad de cada uno. Y perseveraban unánimes cada día en el templo, y partiendo el pan en las casas, comían juntos con alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios, y teniendo favor con todo el pueblo». Pero, no, esa jerarquía sigue defendiendo la propiedad privada de las cosas, pero no de la vida.

Hay muchas atalayas a lo largo y ancho del mundo, atalayas que han permanecido en pie a pesar del tiempo y de los avatares de la historia humana. Pero, de todas ellas han desaparecido sus moradores originales.

Bilatu