Resulta paradójico, acrítico, a veces disruptivo, la distancia existente entre lo académico del concepto y su ejercicio natural, cuando en realidad lo segundo otorga su identidad al primero.

Nos expresamos, opinamos y actuamos sobre una epidermis muy fina, que se quiebra fácilmente ante la más mínima prueba de su idiosincrasia, fracasando siempre (o casi).

La contradicción es permanente (o casi), ante injusticias, abusos de poder, violencias, si acudimos urgentemente a su amparo, a su doctrina, buscando respuestas que se pierden en un mar de explicaciones atemperadas justificando el status quo y rechazando como lo antitético, cualquier respuesta natural.

Resulta casi infantil, como en vez de crecer, de ensancharse, de ganar sabiduría y equidad, de hacerse mayor siendo mejor y no solo más anciana, nuestra protagonista, subordinada hace mucho ya a un jefe patriarcal, egoísta y criminal, dibuja con tiza una raya en el suelo para identificar los adocenados de los expatriados, y con esto termina su jornada laboral.

Lo dicho, la democracia ha muerto, viva la democracia.


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