Ra G. Abad

El patrimonicidio que no cesa

Desde que en 1972 se derribó el Gran Kursaal, el «patrimonicidio» histórico, artístico y natural parece haberse instalado como mal endémico y modus operandi en los sucesivos consistorios que han gobernado la ciudad, destrucción que se ha acelerado alarmantemente en los últimos años en la cada vez menos Bella Easo más parque temático.

Lo que cualquier ciudadano espera de su ayuntamiento es que proteja los bienes culturales que hemos heredado (cuyo legado pertenece a la ciudad, no a sus dirigentes) y no atentar contra ellos.

Estos incesantes crímenes patrimonicidas son posibles gracias a la negligencia, cuando no connivencia, del gobierno municipal, que, por un lado, muestra un interés impostado por la cultura y, por otro, un desprecio absoluto.

Desayunarnos cada semana con la demolición de un hermoso edificio de gran valor patrimonial que se sustituye por una construcción cúbica anodina y, en muchos casos, el reemplazo de su zona ajardinada por ladrillo o una piscina (idea esta muy sostenible en una ciudad costera y en un país en emergencia hídrica) nos conduce inexorablemente a una banalización y cementificación sin precedentes del paisaje urbano y a la pérdida de su identidad en aras.

El último expolio, la demolición de la estación del Norte (Letourneur, Biarez, Eiffel; 1863-1880), ha sobrepasado límites que, tras la pérdida de Miracruz 19 o el Palacio Bellas Artes, creíamos infranqueables. No se ha salvado ni la fachada del edificio más destacado de nuestro patrimonio histórico e industrial. Pero esta ignominia municipal también ha sobrepasado fronteras, llegando a oídos de la vicepresidenta de la Asociación de Descendientes de Gustave Eiffel, la doctora en Historia del Arte M. Lézat-Eiffel, quien tiene pensado dirigirse a los poderes municipales en busca de explicaciones contra tamaña barbarie y vandalismo.

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