La intolerancia y el nuevo fascismo
Entre los días 8 y 9 de noviembre de 1923, se produjeron unos hechos que empezarían a cambiar de alguna manera la historia de Europa y gran parte del resto del mundo. En esos días, un individuo llamado Adolf Hitler (secundado por un grupo de notables golpistas) intentó derribar, mediante un denominado «putsch», el gobierno de la entonces República de Weimar (Alemania). Fracasó en aquel momento, quizás por mal planeado o bien porque los que prometieron entonces ayudarle no lo hicieron. Poco antes, en Italia, otro individuo llamado Benito Mussolini hizo aquella «famosa» y triste marcha sobre Roma, iniciando y marcando el auge y triunfo de los fascismos sobre una Europa a lo mejor desencantada por las políticas tradicionales y miserias varias. Tanto Hitler como Mussolini llevaron la intolerancia y el fascismo hasta sus últimas consecuencias, impusieron un pensamiento único y arrastraron a una guerra (la Segunda Guerra Mundial) de consecuencias bien conocidas. Ya no estamos en aquel siglo, estamos en el moderno siglo XXI, pero los nostálgicos y «herederos» de aquellas políticas crecen por doquier, llevan nuevos ropajes y tienen unas apariencias «respetables», pero sus discursos y formas recuerdan demasiado a los fascismos de antaño. Salvando las distancias en el tiempo, el triunfo y calado que estas ideas logran en los electorados de media Europa o algunas democracias americanas tendrían que hacer reflexionar a los partidos «tradicionales», democráticos ellos, que quizás blanquean y normalizan estos nuevos fascismos, en que creemos los y las electoras a la hora de depositar nuestros votos. El hecho mismo que se «normalice» casi sin rubor alguno, esta vuelta al pasado más oscuro, debería, repito, invitar a la más profunda de las reflexiones como sociedad.