Iñaki San Sebastián Hormaetxea

Viajando con la pandemia

Sí, pero al interior de uno mismo, diría yo. Como pateador de la década de los ochenta y viendo cómo se nos están yendo familiares y amigos, normal el hacerse algunas preguntitas, por ejemplo, intentando escudriñar el inexorable viaje a la eternidad que se nos avecina. ¿Qué es eso de la supervivencia de un amor eterno que no se apaga, haciéndonos próxima la lejanía aparente de la personas amada? ¿Podemos considerar el amor humano como la única energía capaz de superar el, llamémosle, abismo de la muerte? ¿Realidad o fantasía lo de ligar el amor que anida, más o menos encubierto en la estructura integral de cada persona, con algún tipo de inmortalidad?

Lo que no deja de ser una realidad contundente, en cualquier rincón del planeta Tierra, son las experiencias de amor entre personas de todo género y condición. En este sentido y a mi modo de ver, ante la muerte de un ser querido, algo tan cotidiano en tiempos de pandemia, normal que se repitan escenarios como este: lloramos la pérdida de alguien que, de un modo u otro, nos dio su amor. Al aceptarlo e interiorizar la alegría sentida por quien vivió dándonoslo, acabamos reconvirtiéndolo en un amor totalmente nuestro que, según nos va desbordando lo vamos devolviendo a quien lo necesite en nuestro entorno. Interesante esta cadena amorosa de dar, recibir y devolver, inmortalizada de generación en generación. ¿No es esto una forma de ver el amor humano como una energía con tintes de inmortalidad? ¿Por qué no pensar que queda algún rastro de mi yo integral en este amor eterno?

Me quedo con el potencial que tiene de poner la felicidad en nuestras manos, es decir, al alcance de una Humanidad, más o menos doliente, sin exclusivismos religiosos de ningún tipo. La posibilidad de ser feliz dando es un tesoro que nada ni nadie puede arrebatárnoslo.

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