Los presupuestos públicos recogen la previsión anual de ingresos y gastos. Normalmente su aprobación concita un gran interés, pero su liquidación, y por tanto el grado de cumplimiento de las previsiones iniciales, suele pasar bastante desapercibida. Este año, sin embargo, la pandemia ha echado por tierra el cálculo de ingresos, que han caído en picado a consecuencia del confinamiento, pero también los planes de gasto, porque el coronavirus ha obligado a movilizar recursos para hacer frente a la emergencia que han alterando todos los programas y prioridades de inversión.

La pandemia también ha dejado en evidencia la debilidad de nuestro sistema de bienestar: la falta de personal en las residencias, la masificación en las aulas, el déficit de equipos de protección, la penuria de personal en sanidad, así como la necesidad de reforzar la asistencia social. Debilidades que son fruto de años de recortes en el gasto social. Y ello sin considerar el impacto que tendrá la crisis económica, especialmente en los pequeños negocios. Por todo ello, la reorganización del presupuesto será obligada en todos los niveles institucionales, tanto por el lado de los ingresos como por el de los gastos. Sin embargo, los pasos dados hasta ahora, entre ellos el recorte de los fondos a los ayuntamientos o la insistencia de Arantxa Tapia en aumentar el gasto en el TAV, indican que los actuales gobiernos –en consonancia con su falta de liderazgo– no han interiorizado la dimensión del cambio en el que estamos inmersos, el cual impide seguir haciendo lo de siempre.

En este contexto de inmovilismo gubernamental frente al cambio, son importantes iniciativas como “Orain ardura”, que aboga por destinar los recursos comprometidos en la construcción del TAV a reforzar nuestro estado de bienestar, que es, en última instancia, el que permite afrontar las emergencias con éxito. Una tarea que requiere articular amplios compromisos que frenen ese afán de imponer la reaccionaria agenda del cemento.