Bélgica no avala la excepcionalidad española

Los reveses que va acumulando en Europa el Estado español, en especial una judicatura autodirigida en baluarte de la visión más conservadora, rancia y autoritaria de la vida pública, deberían sonrojar ya a cualquiera que siga situando a España como una democracia desarrollada al uso. El penúltimo caso –es fácil predecir que vendrán más– es el del rapero Valtónyc, que podrá seguir viviendo en Bruselas después de que un juez de este país europeo rechazase ayer extraditarlo.

Bélgica –una monarquía parlamentaria, no lo olvidemos, pues así se define también formalmente el Estado español– no considera que las letras de unas canciones puedan constituir delitos como injurias graves a la Corona, calumnias o enaltecimiento del terrorismo, que son los cargos por los que la Sala II del TS –la misma que juzgará a los dirigentes catalanes– confirmó en febrero pasado la condena a tres años y medio de cárcel para el cantante mallorquín, que decidió buscar fuera la justicia que no encontró en casa. La argumentación del juez belga es inapelable y al mismo tiempo deprimente, pues refleja el grado de involución que se está dando en el Estado. El magistrado viene a recordar, simple y llanamente, que unas canciones no pueden ser delito porque son eso mismo, canciones; letras cantadas que pueden gustar más o menos, poco o mucho, pero que nunca deberían poder ser penalmente perseguidas. La lección es de primero de libertad de expresión. Y el suspenso para el Estado español es tremendo.

De nada servirán fuegos artificiales como la reforma constitucional exprés propuesta ayer por el efectista –que no efectivo– Pedro Sánchez para acabar con los aforamientos, si no hay una voluntad real y visible de plantar cara a esta involución de fondo que amenaza el ejercicio de los derechos más fundamentales. Eso sí, esperar a que este plante llegue por sí solo resulta también inútil; puede y debe articularse allí donde, como en Euskal Herria, ya existe un amplísimo consenso social que lo acompañe.

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