En este contexto de incertidumbre no se pueden sostener ciertos dogmas ni malgastar energías

No es fácil discernir qué señales hay que atender para hacer una evaluación lo más certera posible del momento socioeconómico. Las medidas que algunos gobiernos europeos están adoptando para contener la crisis energética son indicadores de las dimensiones de lo que se avecina. Abren la puerta a una economía de guerra. Desde Berlín hasta París, se barajan racionamientos en el suministro, cortes de energía y multiplicación del precio. No tienen claro cómo va a afectar eso a la industria, que debido al incremento de los costes de producción sufre y, en muchos casos, no puede trasladar ese coste a los precios. El riesgo de recesión reaparece.

Las medidas que se toman son divergentes. En unos casos, reaparecen opciones que eran inviables y  ahora se dan por naturales, como la nacionalización de empresas. El Gobierno de Alemania ha activado el segundo estadio de la ley de emergencia energética y podría intervenir empresas del sector. Su dependencia del gas ruso les ha hecho ser los más dramáticos en sus previsiones, sobre todo de cara al invierno.

El Ejecutivo de Emmanuel Macron ha decidido que EDF, que acumula pérdidas de 43.000 millones de euros, pasará a ser del todo pública. El Estado controlaba el 84% de la empresa, por lo que no tenía problemas para tomar decisiones, sino para justificar ciertas inversiones. Entre otras, las nucleares, su gran apuesta pese a los plazos irreales, el nivel inviable de inversión y los costes medioambientales.

Al mismo tiempo, las energéticas españolas se han comido las ayudas a los consumidores aplicadas por el Gobierno español, logrando beneficios récord y repartiendo dividendos. PSOE y Unidas Podemos siguen sin ponerse de acuerdo para grabar con impuestos esos beneficios extraordinarios. Algo para lo que no tuvo empacho el «tecnócrata» Mario Draghi, que elevó el impuesto a esos beneficios de un 10% a un 25%. Un intervencionismo que Draghi ha defendido siempre. Siempre y cuando sea él el que lo decide.

Por otro lado, la propuesta de la Unión Europea de calificar el gas y la energía nuclear como inversiones sostenibles es un despropósito al que se suma la apuesta por el carbón de los gobiernos de Roma y Berlín. Esas energías implican una larga hipoteca y un coste ecológico terrible. Son incompatibles con una política eficaz contra la emergencia climática.

En otro terreno, pero interconectado, la inflación está afectando cada vez más a las capas populares. También a las pequeñas empresas que no están sujetas a rescate alguno. Las medidas que se plantean, como la subida de los tipos de interés, van a complicar aún más la subsistencia de amplios sectores de las sociedades europeas, incluida la vasca.

Medidas inteligentes y compartidas

La emergencia climática supone un cambio de paradigma que casa muy mal con el conservadurismo y los dogmas. La búsqueda de alternativas requiere de cierta honestidad intelectual por parte de todo el mundo. Por ejemplo, algunas de las medidas de austeridad en materia energética que están planteando el Gobierno de Olaf Scholz o algunos empresarios franceses –ahorro, eficiencia e incluso racionamiento–, son fórmulas de decrecimiento y planificación económica. Las nacionalizaciones no pueden ser rescates a fondo perdido, tienen que ser parte de una estrategia más general. La especulación y la usura se deben gravar para hacer políticas públicas justas.

Está claro que las renovables deben ser las protagonistas de una estrategia energética coherente y eficaz. Es un error dopar a las energías más contaminantes y caras mientras se lastra a las únicas que, según los cálculos de todos los expertos, son viables a medio plazo. Hipotecar ese medio plazo para salvar el corto es malgastar energías, en todos los sentidos.

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