La estabilidad, entendida como dogma, es una rampa para la decadencia y otros abismos

La reapertura de la catedral de Notre Dame en París estaba diseñada para ser un evento a mayor gloria del presidente francés, Emmanuel Macron. Sin embargo, la inauguración le ha pillado en mitad de una crisis política de gran calado. El pasado miércoles el primer ministro, Michel Barnier, cayó destituido por una moción impulsada por el Nuevo Frente Popular que obtuvo el apoyo incluso de la ultraderecha de Marine Le Pen, con la que Macron había concertado. Eran necesarios 288 votos para tumbar a Barnier y la moción cosechó 331.

Una enmienda total a la política de Macron. Tras no salirle como quería su maniobra de adelantar las elecciones legislativas, a la que la izquierda respondió con un rápido y eficaz frente amplio, renegó del mandato democrático que indicaba claramente que correspondía elegir un primer ministro de izquierdas e impuso a Barnier apoyado en la ultraderecha.

Aquellas maniobras se le han vuelto en contra y ahora las miradas están puestas sobre el propio Macron. En vez de dimitir o de asumir su error y abrir negociaciones para formar un Gobierno liderado por alguna de las candidatas y candidatos propuestos por el Nuevo Frente Popular, intenta generar un cisma en ese movimiento que surgió para parar a la ultraderecha. Un objetivo con el que Macron decía comulgar, pero que deja de lado para mantenerse en el poder e inhibir toda opción de gobierno progresista.

La nueva jugada es de manual: en nombre de un «nuevo arco republicano» excluye de las conversaciones a lo que él define como extremos a izquierda y derecha, e intenta que el Partido Socialista rompa con el Frente Popular. Apela a la historia de traiciones al pueblo de izquierdas por parte del Partido Socialista, de la mano del que Macron entró en política.  

Patrimonio universal y legado político

En perspectiva histórica, bajo el dogma de la estabilidad y con su visión patrimonialista del poder institucional, con sus políticas neoliberales supeditadas a los intereses de una minoría, el mal llamado centro-derecha ha aumentado las desigualdades y las injusticias a la vez que promovía una agenda autoritaria y retrógrada. Deteriorando las condiciones de vida de amplios sectores de la sociedad y criminalizando a las fuerzas de izquierda, ha alimentado a una ultraderecha que hasta ahora le era funcional para retener el poder. Ahora, en la disyuntiva de revertir sus políticas en favor de las mayorías o de concertar con los totalitarios, siguen eligiendo lo segundo.

Los inventores del «ni de izquierdas ni de derechas» hablan ahora de «populismos de distinto signo», descuidados de la amenaza que sufren las democracias y las libertades no solo dentro de sus sistemas políticos, sino como conceptos. Creen que les van a sostener por lealtad de clase, pero la agenda autoritaria no piensa en pactar, planea suplantarles.

En esta fase histórica, estabilidad conjuga con estancamiento, en poco tiempo deriva en decadencia y decanta a la gente hacia el autoritarismo. Esta semana hay ejemplos en todos los continentes, pero a una parte la sociedad vasca le afecta directamente lo que está sucediendo en el Estado francés. La participación de militantes abertzales en el Nuevo Frente Popular es una muestra de cómo hay que entender la excepcionalidad del momento político. Y de cómo actuar.

En tan solo cinco años, gracias a donaciones provenientes de más de 150 países por un montante de 840 millones de euros, se ha reconstruido esa catedral que es patrimonio de la Humanidad. Ese legado es incompatible con homologar a las fuerzas que persiguen a las personas, a las comunidades y a los pueblos por sus identidades y por sus ideas. El lema que definió al Frente Popular antes y ahora, «No pasarán», es una promesa que hay que acertar a articular políticamente. Esa es la única alternativa estable.

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