La supremacía constitucional española no es defendible

La Constitución española llega a este aniversario desgastada pero resistente. Todo potencial que pudiera tener abstractamente para el reconocimiento de derechos sociales y nacionales fue abortado en su propia fundación. La españolidad, el derecho y la obligación de ser españoles, es la única característica inmutable de esa Carta Magna. Este es, de hecho, el punto básico y común de quienes la defienden en clave de futuro –entenderla por comparación con el franquismo hace mucho que dejó de ser un argumento inocente–. Si la Constitución no garantiza derechos más allá de la formalidad neoliberal – y en este terreno el balance es escandaloso: vivienda versus propiedad, igualdad versus patriarcado, aconfesionalidad versus laicismo…–, lo único que asegura es la primacía del proyecto político español. Se puede ser de izquierda o de derecha, se puede ser de nada, se puede hablar de «la gente» o de la «clase media trabajadora», se puede ser del Barça o del Madrid, pero se debe ser español. Partiendo de una lectura negacionista de la pluralidad del Estado, la Constitución garantiza que el resto de proyectos políticos democráticos y pacíficos –vasco, catalán y galego– no sean viables institucionalmente, no tengan cauce jurídico y político para desarrollarse libre y democráticamente.  

Durante la fase política anterior, el mantra de los partidos que asumieron la concertación frente a quienes defendieron la ruptura democrática fue «sin violencia todo es posible». Es el lema que perdura desde el Pacto de Ajuria Enea hasta la presidencia del EBB de Josu Jon Imaz. Entonces como ahora, aunque desde otra óptica igual de perversa, se enfrentaban los casos catalán y vasco. Llegados a este punto, nadie se atreve a repetir tal desfachatez. El conflicto vasco no se reducía a la violencia política. Como el catalán, de poder reducirse a algo se reduce a la imposibilidad de ser otra cosa que no sea ser español.

Unionistas en apuros dialécticos

Gracias a las luchas populares a favor de la emancipación y contra la primacía de unas personas sobre otras en todo el planeta, hoy por hoy en nuestro contexto es difícil sostener que un proyecto político democrático y pacífico no sea viable. No obstante, el unionismo tiene tan difícil sostener este argumento como fácil tiene mantener las condiciones para que así sea. Eso es la Constitución, ni más, ni menos. Es la red de seguridad que en última instancia garantiza que ser español, se sea franquista o comunista, es igual a ser demócrata.

Por eso, tal y como se ha visto recientemente en el Parlamento de Iruñea, el unionismo tiene pánico al derecho a decidir. Porque, apartada toda la hojarasca verbal, lo que queda es el combate dialéctico más básico y antiguo de la historia: libertad frente a subordinación, independencia frente a dependencia, igualdad frente a desigualdad. Con una paradoja democrática añadida: los navarros no quieren decidir lo que serán, por ejemplo, los murcianos; pero la Constitución española otorga a los murcianos el derecho a decidir qué serán –y qué no serán– los navarros, independientemente de la voluntad democrática de estos últimos.

Por otro lado, tal y como se ha apuntado al principio, el desarrollo político y social en la Transición española ha sido tan decadente, tan empobrecedor en términos económicos, políticos y culturales, que el independentismo ofrece una alternativa más allá de las barreras identitarias, en clave de revolución democrática, social y cultural. Esa oferta se ha articulado de manera efectiva en Catalunya, y tiene gran potencialidad en Euskal Herria y en Galiza. Los límites de un unionismo inteligente –que ha renunciado a hacer esa pedagogía política por un cálculo erróneo–, junto con la revitalización de un jacobinismo posmoderno y neoliberal, prometen un escenario político en el que la concertación regional no tiene margen alguno. Nuevo establishment, viejo régimen. Se venda como se venda, garantizar la estabilidad significa garantizar la supremacía del españolismo.

Precisamente uno de los signos de estos tiempos es la volatilidad, el oscilante equilibrio de las cosas, la inestabilidad. Lo que parecía probable hace unos meses parece imposible ahora, pero nadie puede asegurar que no será al revés en un breve plazo de tiempo. La fatalidad constitucional española tiene menos poder que nunca. No da miedo. Pero para lograr la libertad hace falta eso, liberar energías, no controlarlas. Para gestionar este estado cambiante es necesaria una línea política firme, pero no rígida. Hay que ser perseverante y no dejarse apabullar por agendas ajenas, por cuestiones secundarias, por cuitas menores. Hay que fijar dirección y mantener la tensión sin perder los nervios. La independencia es quizás cuestión de tiempo, pero no hay tiempo que perder.

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