Río 2016: «un mundo nuevo» igual que el viejo

Ayer terminó la XXXI edición de los Juegos Olímpicos modernos. Un evento en el que han participado más de 11.000 atletas que han competido en 28 disciplinas deportivas. Dos nuevos estados se han estrenado en la cita cumbre del deporte: Kosovo y Sudán del Sur. También se ha permitido el concurso bajo la bandera olímpica de un equipo de refugiados, una decisión que refleja los conflictos y desigualdades del mundo actual, donde millones de personas buscan un futuro lejos de sus hogares.

Llegado el momento del balance, además de contabilizar éxitos y fracasos, sorpresas y récords, quizás conviene fijar la atención en los aspectos extradeportivos. En estos juegos las polémicas han sido una constante: la contaminación en la bahía de Guanabara, el virus de Zika, la seguridad o la resolución del caso de dopaje en la federación rusa, que se ha saldado con un castigo colectivo sin precedentes, marcaron los momentos previos del evento. El desarrollo de las actividades deportivas ha constatado el declive de los valores que el olimpismo decía perseguir. La excelencia entendida como dar lo mejor de sí mismo –primando la participación sobre la victoria– hace tiempo que pasó a la historia. Los Juegos se han convertido en gran medida un campo de exaltación patriótica que necesita forzosamente conseguir la victoria para poder afirmarse. Del mismo modo, las críticas a la organización, las mentiras vertidas por algunos deportistas y la cobertura que han recibido, dicen poco de respeto y mucho de una mentalidad colonizadora que desprecia al diferente. Sin olvidar la cruda paradoja que constituye celebrar un evento de esta magnitud a apenas unos metros de donde mora gente que jamás podría pagar una entrada para asistir al mismo.

«Un mundo nuevo» era el lema elegido para las olimpiadas de Rio, sin embargo, el devenir de los juegos más que el futuro ha reflejado las miserias del mundo en el que vivimos, donde lo único importante es ganar.

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