Una Constitución que solo se sostiene por la fuerza

El acto de celebración de la Constitución española ayer en el Congreso resumió a la perfección en qué ha devenido aquello que hace 40 años se vendió como puerta abierta a la democracia, los derechos y las libertades. Con una parafernalia que recordaba demasiado a la de aquellas cortes posfranquistas, se homenajeó a un Juan Carlos de Borbón que recibió el cargo directamente de Franco y sigue gozando de las prebendas de una inviolabilidad cuestionada ya desde la propia cúpula del Gobierno; su sucesor, Felipe VI, no tuvo una sola palabra ante las reivindicaciones catalanas y vascas contra las que sí mostró su faz más autoritaria tras el referéndum del 1 de Octubre; y tampoco salieron reforzados unos derechos sociales que sí se predican en el texto pero no se cumplen, tras aquella reforma exprés del artículo 135 que dejó clara cuál es su prioridad real: cero.

Todo ello compone el cuadro de un inmenso fracaso, que en el fondo nadie niega: la frase de moda en este 40 aniversario es otorgar a esta Constitución una «mala salud de hierro». La llamada transición se admite hoy generalizadamente como una farsa política. Y el Régimen de 1978 lleva tiempo instalado en la crisis, tanto que parece más adecuado decir que ha mutado ya en enfermedad permanente, lo que no quiere decir necesariamente que vaya a ser letal. El discurso del rey aquel 3 de octubre dejó patente que ese modelo no aspira ya seducir a nadie, como sí pretendía hace 40 años, sino solo a imponerse como sea. Por la fuerza. Por los hechos consumados.

Nadie garantizaría hoy que ese régimen vaya a poder durar otros 40 años, pero tampoco nadie apostará a que se vaya a producir una implosión desde dentro. La única opción real y creíble hoy de mandar a la papelera de la historia la Constitución del 78 es paradójicamente la puesta en marcha de procesos constituyentes en Catalunya y Euskal Herria, donde sí hay relaciones de fuerzas distintas y contrarias a todo lo que ese texto significa.

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