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Cádiz, entre historias de piratas y kilométricas playas

Kilométricas playas, historias de piratas, atardeceres salpicados de cerveza y risas, huellas de palacios, pescaito frito, agradables puertos pesqueros que invitan a charlar entre redes y gaviotas que se disputan los restos de la pesca, animados mercados... Eso y más ofrece el litoral gaditano.

Panorámica de parte del litoral gaditano.

Llegamos a la costa de Cádiz casi de forma accidental. Tras un año especialmente lluvioso en Euskal Herria, la situación ya no estaba para experimentos y, como por instinto, atravesamos la península en coche. Siempre hacia el sur, hasta que resultó imposible continuar, bajo riesgo de caer al mar. En aquel fin de la tierra firme, el faro de Trafalgar nos dio la bienvenida. Cada año otro éxodo paralelo se produce en sentido inverso: desde estas aguas hacia el Golfo de Bizkaia, cuando la población de atunes recorre el litoral peninsular, como si se hubiese puesto de acuerdo para veranear en el norte.

El faro de Trafalgar se yergue como un cíclope que custodia estas costas. Un lugar de indudable magnetismo, en el que cada atardecer una marea humana ocupa las dunas para despedir con aplausos al astro rey, frente a este horizonte bajo el que bullen los atunes. Estos peces marcan las señas de identidad de esta tierra, alimentando su economía, su arte e incluso los nombres de sus calles y pueblos.

Es el caso de la población de Zahara de los Atunes. Su playa, de 6 kilómetros, es amplia y limpia como casi todas las de este afortunado litoral, con pasillos que sortean las dunas hacia el mar, entre las torres almenadas erigidas para vigilar la llegada de piratas turcos y berberiscos. Hoy en día, todo ha cambiado. Estas atalayas de piedra han dado paso a las esbeltas construcciones de madera de los socorristas, con caseta en lo alto. Desde aquí, a falta de corsarios, los vigilantes asisten al desembarco diario de familias con sombrillas, neveras y cocodrilos hinchables, dispuestas a colonizar su trozo de arena, montando funcionales campamentos donde pasar el día. Tiempo de verano, cuando la vida es fácil.

De Zahara de los Atunes a Caños de Meca

Zahara de los Atunes conserva los muros y estructuras del palacio de los duques de Medina-Sidonia. Construido en el siglo XV, sirvió de castillo contra los piratas, palacio para los duques y como chanca, la factoría donde se preparaba el atún. Sus calles se animan especialmente por la noche, entre tiendas iluminadas y restaurantes donde degustar este pescado, en todas sus formas y estilos.

Cada primavera, frente a las costas de Barbate, se repite la almadraba, un ritual de pesca con más de 3.000 años de antigüedad, donde los atunes son capturados con un laberinto de redes. Barbate es un pueblo pesquero, situado a 10 km de Zahara, conocido como la capital mundial del atún rojo. Aquí el disfrute consiste en observar el trajín y las descargas en el puerto, entre barcos y gritos de gaviotas disputándose los restos de pesca. Tampoco faltarán los atunes, en su animado y colorista mercado, donde están expuestos todos los peces del mar.

Siguiendo hacia Caños de Meca se extiende el Parque Natural de la Breña y Marismas de Barbate, donde se puede disfrutar de cientos de senderos entre pinos carrascos, y del vertiginoso Tajo de Barbate, con más de 100 metros de acantilado sobre el Atlántico. La Breña llega hasta la población de Caños De Meca, que debe su nombre a la fuente (caño) de agua dulce que, de tan apreciada durante la dominación musulmana, fue nombrada «de la Meca».

La costa permaneció muchos años despoblada por el desgaste de las incursiones piratas. Cuando estos aparecían, desde las torres de vigilancia, una densa columna de humo avisaba del inminente peligro; pero es a partir de los años 60 cuando otro humo, el de la risa, llego a este entorno privilegiado, con el desembarco del movimiento hippie, que en esa década migraron aquí. Como siempre lo han hecho los atunes.

Hoy en día, Caños De Meca no ha perdido el espíritu de aquellos primeros visitantes. Veraneantes y familias se cruzan con jóvenes con rastas que tocan la flauta, venden pulseras o se convierten en dragones que echan fuego por la boca, en espectáculos improvisados bajo la luna. Mientras, en las dunas, el faro de Trafalgar ilumina la cálida noche de un verano que ojalá fuese eterno.

Caños tiene alma, una personalidad única y, a veces, el viento de Levante inunda de arena los accesos, creando un aroma como de pueblo del Far West, o del desierto.
 

Pegada está Zahora, una pedanía con otro inmenso y espectacular arenal. Pequeñas construcciones con alquiler vacacional y chiringuitos con barullo, como el Sajorami, o más chil out, como La Kalima, y algunos restaurantes componen este tranquilo entorno.

Continuando hacia el oeste, encontramos la playa de la Mangueta, nudista como otras tantas, que se prolonga con la del El Palmar. En sus 8 km de extensión ininterrumpida no existen grandes hoteles o edificios. Sus accesos discurren entre huertos, ganado y casitas de campo, muchas de ellas en alquiler. La preservación y simbiosis entre playa y entorno rural es perfecta, con los solares de primera línea ocupados de restaurantes, bares, tienditas y mercadillos. Solo con cruzar la carretera, pasarelas salvan el ecosistema de dunas para situarnos frente a un mar, intenso y bellísimo. Desde aquí, los pueblos se van sucediendo: Conil, Chiclana, Sancti Petri… y crecen con más ofertas, a medida que se acerca Cádiz. Dispuestos a descubrirlos en otra ocasión, volvemos a Zahara para seguir el viaje dirección este. Como los atunes cuando regresan.

Hacia Tarifa

Desde Zahara hacia Tarifa, pronto aparece la playa de Bolonia, con cuatro kilómetros de largo, y sus ruinas romanas junto al mar. Fundada en el siglo II a. C., la ciudad de Baelo Claudia ya contaba con una industria ligada a los atunes y al pescado, que trajo enorme riqueza, hasta que un maremoto barrió la ciudad cuatro siglos después. Otro de sus iconos es su famosísima duna, un enorme monumento natural cambiante. Situada en el Parque Natural del Estrecho, Bolonia ha preservado un entorno natural casi virgen, de vegetación lujuriosa, que contrasta con su arena fina y sus aguas cristalinas.

Continuando en dirección a Tarifa, de pronto los cielos se visten de arco iris, por los colores de cientos de cometas que impulsan las tablas de kitesurf... entramos en una patria donde el viento es la religión. Los chiringuitos, los vehículos, los jóvenes tostados y hasta el salitre están impregnados de este espíritu contagioso de cometas y surf, con la playa de Valdevaqueros o la de los Lances como templos máximos de estos locos, que saltan en el mar de los atunes.

Y, por fin, Tarifa, donde acaba el Atlántico y comienza el Mediterráneo. Entrar por la puerta amurallada a la ciudad es rememorar cientos de historias de asedios y batallas. Frente al castillo, un guía narra la historia de Guzmán el Bueno, que, tras ser apresado su hijo por las tropas norteafricanas en 1294, le ofrecieron su vida a cambio de la ciudad. Su respuesta fue entregar su propia daga, cristiana, para que su hijo fuese degollado.

Hoy en día en las calles blancas de Tarifa el visitante pasea despreocupado sin reparar en la historia, entre cafés, tiendas de moda y las que ofrecen todo tipo de aparejos y cursillos para la práctica del kitesurf, una oferta que se hace tentadora cuando cae la noche, al descubrir los cuerpos que han peleado con el viento y el mar, que ahora bailan, ríen y se cruzan miradas en los bares de moda. Visto bajo la luz de la luna, dan ganas de hacer el cursillo y unirse a estas tribus nómadas para navegar entre vientos y sol. Igual que los atunes.