Nuevas diplomacias diplodóticas

Recordáis la promesa que nos hicieron las imágenes de cierre de “Jurassic World: Dominion” (es decir, la última dentro de la nueva trilogía)? Los dinosaurios podían convivir con los seres humanos, como especies protegidas mayoritariamente en libertad. «Si vamos a sobrevivir, vamos a tener que confiar los unos en los otros y codepender; coexistir», explicaba la doctora Charlotte Lockwood, parienta del eterno adversario de Ian Malcolm (Jeff Goldblum) en la saga original.
Este monólogo final, superpuesto a imágenes idílicas de la nueva vida sáurica en la Tierra, funciona de hecho como respuesta directa al final de la película anterior, “El reino caído”, en la que la sombra de un enorme mosasaurio cazando surferos por aperitivo auguraba que la convivencia entre reinos sería simplemente apocalíptica. La estela de muertos acumulada en las cuatro películas anteriores, claro, venía respaldando este mismo mensaje alarmista.
La cultura suele tirar al borrón y la cuenta nueva: es más fácil plantear un final que una continuación posible. Por ello, el final de “Dominion” era, en última instancia, utópico. Proponía la convivencia rasposa pero equilibrada entre lo natural y lo artificial, una salida productiva y luminosa a los excesos del prometeo tardocapitalista. Aunque por el momento la película no ofreciera explicaciones sostenibles, y aunque puesta ante la lupa el film no propusiera ninguna alternativa sistémica real: esos compases eran mucho más interesantes que el enésimo «el hombre siendo un lobo para el hombre».
Se trataba de un primer acto para un mundo nuevo, el espacio para repensar la fórmula de “Jurassic Park” al completo. Por primera vez, no explicábamos las desventuras de una familia con capacidades gimnásticas-científicas al adentrarse en un Edén mortífero. Ahora el mundo se abría a la diplomacia diplodótica y sus fantásticas posibilidades de world-building. Imaginad, yo qué sé: una secuela de “Dominion” en la que los dinosaurios toman progresiva conciencia de que no pertenecen a ese tiempo y deciden morir. Las puertas a la alegoría son infinitas. Lo han demostrado con creces las historietas de DC, casi siempre gobernadas por titanes de perfil psicológico plano, pero con un interesantísimo juego ontológico (el “Superman” de Grant Morrisson, el “Batman Año Uno” de Frank Miller).
En fin. Yo adoro “Jurassic Park” (1993) y “The Lost World” (1997), ambas escritas por David Koepp, pero lo que el guionista ha propuesto en su regreso a la saga me parece de cansino a ofensivo. Evitar los enredos simbióticos humano-saurio alegando que las condiciones de vida terrestre fueron naturalmente inadecuadas para los reptiles y que acabaron por aislarse de nuevo es volver a la resabida receta de la “excursión mortal a dinopark”. Es pedirse el menú infantil en un restaurante caro.

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