«Porco Rosso»

Venía de un cómic ligero publicado por Hayao Miyazaki en una revista sobre modelismo y su adaptación fue financiada originalmente por Japan Airlines como cortometraje publicitario. Pero “Porco Rosso” acabó empapándose de la lentitud perezosa de las tardes de verano, o quizás de la gravedad del contexto en que se desarrolla su historia, una oscuridad perfectamente escondida por la luz del Adriático. Porque los años de la Gran Guerra son también recordados como la Belle Époque. La cuestión es que en 1992, cuando los Balcanes ardían, Miyazaki estrenó un clásico político, solemne y malhablado. Una película que también fue la más taquillera del año en Japón, pero que ha pervivido como meditación honda alrededor del peso ambivalente de la vocación y el recuerdo.
Algo sucedió para que Marco Pagot despertara un día convertido en cerdo.
Años atrás, Marco, entonces piloto de la Marina italiana, sobrevivió a todos sus compañeros de pelotón; vivió casi sin pensarlo, igual que volaba. Hoy, habiéndose despojado de cualquier proyecto político o personal más allá de la punta de sus alerones, se entrega al vuelo porque «un cerdo que no vuela es solo un cerdo». Volar, en cualquier caso, es lo único que es propio de Marco, abandonado al disfraz fácil de Porco Rosso. Bajo ese seudónimo se le conoce entre las islas italianas de entreguerras, cuando solo las pesquisas de carnavalescos grupos de piratas aéreos (la banda de los Mamma Aiuto) traen de cabeza a la población local. Como si se mofaran de sí mismos, esta tropa ha contratado a un Errol Flynn bastante desmejorado por los años, el único hombre que se dice capaz de derrotar al aviador porcino. Y así les encontraremos, persiguiéndose bravucones, medio en broma, por playas tranquilas y aguas cristalinas.
Porque hace calor, en el cine echan dibujos de Walt Disney y Windsor McCay, y todo el mundo parece andar disfrazado. El cerdo Porco ha lapidado la identidad real de Marco Pagot, por cierto, homenaje a los fratelli Pagot, pioneros de la animación italiana. Incluso Porco sobreactúa su rol de vigilante desencantado: fuma cigarrillos Gitanes y viste la gabardina de Humphrey Bogart en Casablanca (Michael Curtiz), otro cóctel de idealismo y desencanto a partes iguales. A Marco, solo lo ve Gina, la bellísima madame que regenta el Hotel Adriano y que despierta el recuerdo triste de Marilyn Monroe cantando en el “Río sin retorno” de Otto Preminger (1954). Aquí Gina entona “Les temps de cerises”, vieja canción de Jean-Baptiste Clément que servía de homenaje a todos los sueños enterrados bajo la Comuna de París. Los fantasmas no descansan en verano.
Pero “antes cerdo que fascista”, replica Porco, cuando un amigo le ruega entregarse antes de que la Policía lo incaute por traidor. La nostalgia y la pereza no son excusas para la inacción.

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