Mikel Chamizo
Entrevue
José Miguel Pérez-Sierra

«La dirección de orquesta no se enseña, se aprende»

Cuando nos encontramos con José Miguel Pérez-Sierra (Madrid, 1981) en la cafetería del Círculo de Bellas Artes, la pequeña mesa de mármol en la que nos aguarda desborda de papeles y formularios. «Es que dentro de unos días me voy de gira y ya no volveré en muchos meses», explica el joven director de orquesta mientras pone a salvo los documentos. «Cada vez que vengo a Madrid aprovecho para tramitar todos los permisos que necesito para trabajar en el extranjero». A tenor de la cantidad de pliegos que va recogiendo, esos compromisos internacionales deben de ser muy numerosos. Echamos un ojo a su agenda y comprobamos que, efectivamente, en mayo ha estado dirigiendo “La Bohème” de Puccini en la Opéra de Reims; en junio y julio estará ocupado con “Falstaff” en el Teatro Verdi de Trieste; más tarde aterrizará en el Festival Rossini de Wildbald para hacerse cargo de una “Italiana in Algeri” y un recital junto a la mezzo-soprano Marianna Pizzolato; y que, en agosto, volará al otro lado del mundo, a Chile, para liderar unas funciones de “Il turco in Italia” en Santiago. La agenda internacional de Pérez-Sierra prosigue sin pausa hasta enero de 2016, en que por fin volverá a la península ibérica, concretamente a Bilbo, para una “Sonnambula” de Bellini en la ABAO.

El de Pérez-Sierra ha sido un fenómeno singular entre los directores de orquesta del Estado español. Hace muchos años que no surgía un joven con una carrera tan prometedora en esta especialidad musical tan compleja como competitiva. Pérez-Sierra ha ido trazando su camino, además, con bastante discreción: cuando a otros jóvenes directores han tratado de encumbrarlos mediante la publicidad o la influencia de las agencias de representación, Pérez-Sierra se ha ganado su reputación por la seriedad de su trabajo y los buenos resultados que obtiene siempre de las orquestas. «Acceder a dirigir una orquesta por primera vez puede ocurrir por contactos o porque te lleva una agencia importante», puntualiza. «Pero si te vuelven a llamar es por tu calidad. Un director debutante, si no funciona bien, normalmente no vuelve a trabajar con una orquesta». Pérez-Sierra puede decir, con orgullo, que allá donde ha ido siempre le han vuelto a llamar. Su último paso por Euskal Herria, en abril de este mismo año, donde dirigió a la OSE en interpretaciones de Usandizaga, Illarramendi y Dvorak.

¿Le viene de familia esta gran pasión por la música clásica?

Toda mi familia ha sido muy apasionada de la música. Mi abuelo, para que te hagas una idea, fue uno de los que sacó a hombros a Miguel Fleta cuando debutó en el Teatro Real en 1922. Mi padre también fue un gran melómano y clarinetista, pero el modelo de músico profesional en mi familia lo tengo en mi tío, Miguel Sierra, un tenor muy reconocido que, por ejemplo, fue quien estrenó la ópera “Zigor” de Francisco Escudero en 1967.

Debió de estar expuesto a la música desde que nació.

Sí, sobre todo porque mi hermana mayor, Lourdes, hizo la carrera superior de piano y este sonaba en casa a todas horas. A los cuatro años yo ya me sentaba frente al instrumento y jugaba a tocarlo, así que pronto me apuntaron al conservatorio.

Se perfilaba usted como un buen pianista. ¿Qué le llevó a dejarlo por la dirección de orquesta?

Fue la necesidad de socialización. Siempre me ha gustado estar rodeado de gente y el mundo del solista de piano es extremadamente solitario. Entre los dieciséis y los veinte años estuve preparándome con José Cruzado para una carrera de solista, pero aquello era un camino demasiado duro. Tocaba una media de ocho horas al día, que en época de giras o concursos llegaba hasta las catorce. Hay cerebros preparados para eso y otros no. Yo podía estudiar esas catorce horas, pero echaba demasiado en falta estar con más gente y al final derivé hacia la música de cámara. Comencé a tocar con un violinista, luego añadimos a un violonchelista y así fuimos ampliando el grupo. Hasta que cierto día, ensayando el “Quinteto con piano” de Brahms, todo cambió para mí.

¿Qué sucedió con ese “Quinteto”?

El pianista del “Quinteto con piano” de Brahms es, dentro de la música de cámara, el paso previo al director de orquesta. La partitura está escrita de tal forma que es el pianista quien tiene que controlar constantemente a los otros cuatro músicos. Ensayando esa obra descubrí que, cuanto más grande fuese el grupo de personas con el que trabajaba, más disfrutaba yo haciendo música. Tenía 19 o 20 años, decidí no seguir con mi carrera de pianista y probar con la dirección de orquesta.

Se decantó usted por unos estudios no tradicionales.

Aunque empecé a estudiar en el Real Conservatorio de Madrid, enseguida me di cuenta de que para aprender el oficio de director, más que una enseñanza reglada se necesita experiencia directa con el ámbito profesional. Vi que la clave era seguir a maestros que me gustasen y en los que confiaba para asimilar de ellos todo lo que pudiera. La dirección de orquesta no se enseña, se aprende: es el fruto de la observación, de la reflexión sobre lo que has observado y la apropiación de eso en tu propia gestualidad.

¿Qué papel jugó Giancarlo del Mónaco en estos comienzos?  

Del Monaco me escuchó en uno de mis últimos recitales como solista de piano, tocando los “Cuadros de una exposición” de Mussorgsky, y me dijo: «Tienes un pianismo muy sinfónico, creo que serías un buen director». Le dije que, precisamente, estaba empezando a estudiar dirección en el conservatorio y fue él quien me recomendó que mejor sería aprenderlo sobre el campo de batalla. En septiembre de aquel año (2002) Gabriele Ferro vino a dirigir una producción de “Simon Boccanegra” de Verdi a Madrid, con escena de Del Monaco. En uno de los ensayos me presentó a Ferro, establecimos una buena relación y poco después partí a Italia para trabajar como su asistente, primero en el San Carlo de Nápoles y luego en el Teatro Massimo de Palermo.  

¿Fue importante que sus primeros pasos como director los diera en teatros de ópera?

Sí, porque en la ópera ves todas las facetas que tiene un director de orquesta. Con una orquesta sinfónica puedes aprender a un nivel analítico y estrictamente musical, pero en el caso de la ópera, si no conoces la dinámica de un teatro, es muy difícil que salgas vivo de la experiencia. En la ópera debes gestionar grupos muy distintos y a veces distantes entre sí: el coro puede estar en el fondo del escenario, a veinte metros de la orquesta que está escondida en el foso, y esta, a su vez, quizá no oiga bien a los cantantes porque están corriendo de un lado a otro. Y tú, como director, debes ocuparte de que ese “follón” llegue al público como recién salido de un estudio de grabación. La ópera es una gran escuela que ningún director debería saltarse.

Ferro fue su primer maestro de dirección, pero no el único.  

Gabriele Ferro y Gianluigi Gelmetti fueron quienes me dieron la base de mi técnica, pero después fui al Reino Unido a estudiar con Colin Metters, que me enseñó a escuchar la relación entre lo que el director hace, lo que la orquesta toca y cómo debe volver a reaccionar el director.

¿A qué se refiere?

Básicamente, a que si diriges la música que está dentro de tu cabeza nunca vas a conseguir que la orquesta haga lo que tú deseas. Al no estar dirigiendo sonido real, sino una versión imaginaria, pierdes el control. Es complicado de explicar, digamos que el secreto está en transmitir con tu gesto, con tus brazos, una guía para que la orquesta genere justamente lo que tú tienes en la cabeza, pero como nunca podrá hacerlo con total exactitud, debes ser capaz de reaccionar a ese feedback y corregir constantemente la ejecución para que la obra termine pareciéndose lo más posible a tu idea abstracta. Es una dinámica constante de emitir y recibir ideas, pensar que la dirección de orquesta es un proceso unidireccional es muy equivocado. Además, si yo fuera capaz de lograr que la orquesta reproduzca un CD que tengo en mi cabeza, eso no tendría el menor interés. Es el ir y venir de voluntades lo que construye la magia de las grandes versiones.

Con esta filosofía de la dirección, imagino que su encuentro con Lorin Maazel fue fundamental.

Maazel fue quien dio la pincelada definitiva a quién soy yo como director. Le conocí en 2009, en Valencia, cuando fui a dirigir “El rey que rabió” en el Palau de les Arts. Antes de encontrarme con él pensaba que el secreto de la dirección era tenerlo todo bajo control, una estrategia que me había funcionado más o menos bien hasta entonces. Pero de repente me encontré allí a un director que no tiene nada bajo control, que simplemente deja que la música fluya de la orquesta y se limita a modificarla cuando hace falta o cuando le apetece. Cada noche dirigía la misma obra y cada vez era diferente y apabullante. Maazel ha sido el gran especialista de la técnica de los últimos 70 años. Sin hablar era capaz de transmitir cualquier idea a la orquesta, solamente con el gesto de sus brazos, y tenía la capacidad de reaccionar a cualquier suceso que ocurriera sobre el escenario y reconducirlo. Cuando lo descubrí me percaté de que eso era el verdadero control absoluto, no el control premeditado que, si al final algo sale mal, te meterás en serios problemas.

¿Se podría decir que Maazel improvisaba con la orquesta?

Él era un músico creativo que sentía la necesitad de disfrutar y proponer algo nuevo cada noche. Si pidieses a otros directores que hacieran lo mismo casi nadie sería capaz, pero él se divertía poniendo a prueba su técnica y, por absurdo y exagerado que fuera el reto que se había propuesto, casi siempre lograba sacarlo adelante. Era como un gran improvisador con la orquesta, sí. A mí me dejó con la boca abierta y por eso decidí seguirlo.

¿Esa magia que tenía Maazel, también se puede aprender?

No tendré la prepotencia de afirmar que lo he aprendido, pero sí fue mi objetivo hacerlo durante los tres años que le seguí, primero en Valencia y después en la Filarmónica de Múnich. Recuerdo una mañana de ensayo en Múnich, con una “Novena” de Mahler, en que la orquesta se quedó en silencio tres minutos al término de la obra. ¡Ni siquiera se trataba del concierto, era un simple ensayo! Aquello fue algo sobrecogedor, metafísico. A nivel técnico, sí puedo decir que Maazel me aportó muchas cosas, pero si yo tuviese que definirme ahora mismo como director diría que tengo una base de Gabriele Ferro, mucho de Maazel en lo técnico, el carácter de Gelmetti y la influencia cultural de Alberto Zedda, que me aportó una visión intelectual y filológica de la música.  

Hablando de carácter, hay muchas historias de directores de orquesta con una actitud dictatorial. ¿Se sigue encontrando ese perfil hoy en día?

Esa imagen del director tirano está trasnochada, pero no solo en la dirección de orquesta sino en cualquier actividad de liderazgo. El liderazgo, para mí, es en esencia servicio. Concibo mi trabajo con las orquestas bajo la altísima responsabilidad de ofrecer algo que vaya a interesarles a cien músicos profesionales. No voy a los ensayos a enseñarles música, ellos probablemente sepan más que yo. Mi actitud es de profundo servicio, que se traduce en estudiar bien cada recoveco de la partitura, pensar cómo estructurar los ensayos para optimizarlos y facilitar que los músicos den lo mejor de sí mismos, al tiempo que yo también les aporto algo valioso.

Parece que hay un componente importante de psicología en esa forma de trabajar.

La psicología es fundamental. Ser director de orquesta es como ser un entrenador de fútbol: si tienes a los jugadores perfectos para determinado sistema, pero te empeñas en entrenarlos en 4-4-2, al final solo tendrás un montón de jugadores desnaturalizados y el equipo no jugará bien. Pero si eres capaz de detectar los puntos fuertes de cada músico y motivarles para que “jueguen” juntos de la mejor manera posible, construirás una buena interpretación.  

Esta no es la actitud con la que se acercan muchos músicos a la dirección de orquesta, más bien parece que busquen un estatus. Y en este mundo tan competitivo la mayoría de ellos nunca alcanza el éxito. ¿Por qué cree que usted ha logrado sobresalir?

La dirección de orquesta se compone de todas las facetas que te he comentado: el carácter, la técnica, la cultura, pero también la suerte. La suerte es importante, sobre todo lo es aprovechar las oportunidades que se te presentan. Me temo que, cuando esto ocurre, muchos jóvenes directores se suben al podio con ideas equivocadas. En la dirección de orquesta ocurre además una cosa, y es lo que denunció Furtwängler: «La nuestra es la profesión con más genios y más farsantes». Es muy difícil valorar desde fuera a un director de orquesta. El porqué de que alguien alcance o no el éxito es la suma de muchos factores y, pese a todo, siempre hay sorpresas.

El mundo de la música es muy político, la relaciones son fundamentales. ¿Hasta qué punto son importantes para salir adelante en la dirección de orquesta?

Esta es una carrera a largo plazo. Lorin Maazel dirigió durante 74 años de los 85 con los que ha fallecido y lo normal es que un director de orquesta tenga una vida activa de 40 o 50 años. Con esos plazos, la meritocracia termina cayendo por su propio peso. Apoyos, agencias, políticos... pueden ser importantes en un primer momento, pero a la larga solo se queda el que realmente vale. Es difícil que un fraude dure y, seguramente, alguien con verdadero talento llegará arriba aunque sea tarde. Siempre pongo como ejemplo a Mariss Jansons. Otros grandes de su generación, como Zubin Mehta o Claudio Abbado, ya eran famosos con 30 años, pero Jansons no se ha dado a conocer hasta pasados los 50. Por circunstancias de la vida él no ha sido un producto comercial inmediato, ha ido paso a paso, pero hoy es uno de los directores más cotizados del mundo.

¿Tiene sus preferencias dentro del medio milenio de repertorio que está al alcance de un director?

Me considero y quiero ser un director versátil, capaz de dirigir todo desde el Barroco hasta la contemporaneidad. La música de los últimos quinientos años es un gran cosmos en el que cada autor es una tesela y toda música se relaciona con las demás. Si te especializas en algo sin haber conocido también su entorno, no verás todo el facetado del diamante y probablemente no comprenderás correctamente esa música.

Eso no parece ser lo que exige el mercado, muchos directores de orquesta suelen ir asociados a un repertorio concreto. De hecho, a usted se le considera un especialista en Rossini.

Rossini ha sido un protagonista importante en los inicios de mi carrera y este año dirigiré dos óperas suyas, pero el año pasado, por ejemplo, no lo trabajé. A muchos programadores les gusta tenerte en un cajoncito en el que pone Mahler, o Rossini, o Barroco, porque de esa forma todo es más fácil: se programa algo de ese compositor y automáticamente sale tu nombre del cajón. Pero si lo que prefieres es moverte en todos los ámbitos, corres el riesgo de no aparecer en ningún cajón. Pese a todo, yo prefiero correr ese riesgo. La utilidad comercial que pueda tener una especialización no me aporta nada a un nivel personal. Quiero hacer la música que amo, que es toda, y poder hacerla con libertad.

Habla de libertad pero le ha tocado desplegar su carrera en tiempos difíciles. ¿Cómo le han afectado los grandes recortes en el mundo de la música clásica?

Los recortes implican principalmente que las instituciones están obligadas a plantear programaciones más pequeñas y, por consiguiente, en ellas caben menos artistas. Conclusión: hay menos trabajo. Yo he tenido la suerte de que, desde el principio, mi carrera ha sido internacional y no en todos los países las cosas han ido tan mal como en el Estado español. En Francia se han mantenido mejor las instituciones culturales, también en Alemania. Se han dado realidades diferentes pese a que la crisis haya sido global. Eso denota que en España se han hecho las cosas mal y la situación de los artistas es muy grave. Si mi actividad profesional se hubiese centrado solamente aquí, quizá no estaríamos hablando en estos momentos.

¿En qué forma ha afectado la crisis a la dirección de orquesta como profesión?

La crisis ha afectado sobre todo a la gran clase media de directores. Los que antes tenían dinero para contratar a grandes estrellas como Maazel o Claudio Abbado lo han seguido haciendo. Son los directores sin tanto relumbrón y un caché intermedio, digamos entre diez y doce mil euros, los que en muchos casos han sido sustituidos por directores jóvenes que cobran tres o cuatro veces menos. En ese sentido, aunque sea injusto, la crisis sí ha servido para brindar oportunidades a los jóvenes músicos. Yo mismo noté en los inicios de mi carrera que a veces me llamaban porque estaba dispuesto a trabajar por muy poco, y sabía que, de tener más dinero, la orquesta se habría inclinado por otro director con mayor trayectoria.

Son ya cuatro años de buenas relaciones con Euskal Herria, con visitas regulares tanto a la temporada de la ABAO como a la de la Orquesta de Euskadi. ¿Se siente bien trabajando aquí?

La ABAO tiene una temporada de ópera magnífica y la OSE es de las orquestas con las que más feliz trabajo. Es un conjunto de calidad extraordinaria y cada vez lo es más, pues está en un gran momento de crecimiento. Con sus músicos he podido hacer repertorios muy distintos y siempre a un alto nivel, así que cualquier nueva invitación para volver supone para mí la oportunidad de disfrutar mucho haciendo música, que es la principal aspiración que tengo en mi carrera.