Xabier Anza
IRITZIA

Superar el desconcierto soberanista

El universo soberanista está desconcertado. Se percibe el momento como una ventana de oportunidad propiciada por diferentes factores: la crisis múltiple de estado (bipartidismo, corrupción, austeridad…), el espejo de Cataluña y Escocia, la amplia mayoría por el derecho a decidir recién acreditada en las urnas, el fin de la lucha armada, el clamor por la regeneración democrática… Pero, paradójicamente, el derecho a decidir parece estar fuera de la agenda política.

Se apunta a que lo que prima entre las principales fuerzas políticas soberanistas es la competencia electoral, lo que conlleva polarización, es decir, exaltación de las diferencias para tragedia del terreno que podría y debería ser común: «Somos un pueblo y tenemos derecho a decidir». Es posible. Pero es también posible que la referencia soberanista se encuentre de alguna manera auto-reprimida, como aquel cojo de Brecht, por dos muletas, una heredada y otra autoimpuesta.

La muleta heredada tiene el nombre de un cruce de caminos y frena ulteriores movimientos, bajo la prédica de que antes los hermanos deberíamos ponernos de acuerdo (Gauden denok anai). Enterrado a día de hoy bajo las dovelas de una autovía y escasamente utilizada, aquel cruce se antoja hoy un no-lugar, incapaz de acontecer. La otra muleta, autoimpuesta, es tan grande como nuestros complejos y tiene por leit motiv «Integrar a la pluralidad y al diferente». Suena civil y deseable, pero atufa a represión que –como diría el loquero–, incapaz de anular el afecto originario (la nación), nos lleva a confusión entre el representante y lo representado.

Es posible que urgidos por lo ideal –lo fraternal y lo hospitalario, Malzaga y Loiola– nos estemos llevando a engaño confundiendo las hipótesis deseables con la disposición de los agentes que podrían hacerlas posible… como aquel PC italiano del “compromiso histórico” tan necesitado de acreditación y de alianzas que acabó viendo una democracia cristiana que no existía.

Esas hipótesis ideales perviven, primero, porque lo son efectivamente y, segundo, porque tienen sus ventajas. De entre ellas, una no menor: hacer posible encauzar definitivamente las agendas del pasado convertidas por el Estado en un lodazal sin visos razonables de drenaje. U otra: pensar que el cambio político viene de manera necesaria y suficiente de la mano de las mayorías parlamentarias que podrían hacerlo posible… desoyendo lo que debería ser obligado: la economía política y la cultura política.

Pienso que deberíamos dar por concluido, en términos de proceso político, que hay una correlación efectiva entre la orientación neoliberal de las políticas en general –compartidas por la democracia cristiana y la socialdemocracia estatal y nacional– y la pérdida de pulso político en la defensa del autogobierno. Dicho de otra manera: que las posiciones políticas de los posibles aliados en materia de autogobierno y derecho a decidir se explican más por sus alianzas de clase y por sus dependencias financieras que por otros elementos ideológicos.

A ello deberíamos añadir que, 40 años después de una transición cortada a la medida de los franquistas (la correlación de fuerzas de la época quizá no daba para otra cosa), lo dramático es que el socialismo español es incapaz de hacer suya ninguna de las banderas que quedaron pendientes: república, memoria, federalismo, autodeterminación…

Hay que dar por definitivas estas posiciones y una tercera: la de que el Estado va a hacer todo lo que está en su mano para impedir “su desmembración”. Lo que significa que no va a dar nada y urgiría descartar, definitivamente, cualquier abismo de bilateralidad entre Euskal Herria y el Estado, ni para la normalización ni para el autogobierno.

Dar por definitivo no es decir que las cosas vayan a ser así siempre, sino ponerse en camino sin esperar que vayan a ser de otro modo, y a partir de ahí, tratar de ser honestos con lo que permanece y con lo que se mueve en cada coyuntura, abiertos siempre a nuevas sumas, alianzas, complicidades, articulaciones.

Y entonces, ¿cuál es la hipótesis? La hipótesis es ganar lo más importante: una mayoría social favorable al derecho a decidir. Y a día de hoy, considero que esa dinámica solo puede tener dos banderas: un programa de justicia social y regeneración democrática, y una dinámica de contención del etnocidio.

Del soberanismo escocés debemos aprender de la fortaleza de un proceso que ha hecho suyo, durante más de 20 años, un programa de confrontación con el neoliberalismo representado por la city londinense y encarnado igualmente por los tories, los liberales y el propio laborismo. El corrimiento de las bases laboristas al SNP es el dato más radical de ese proceso. En nuestro caso, la existencia de un sindicalismo nacional ampliamente mayoritario y opuesto a los modelos de concertación al uso constituye una excepcionalidad que podría ser aprovechada.

Del proceso catalán tomemos su impulso de regeneración democrática a partir de un relato sentido y compartido por bases plurales en relación con la experiencia real de autogobierno de cuarenta años. Mucho se habla entre nosotros del relato, en relación con la historia reciente y nuestro presente de violación de derechos humanos. Estamos, sin embargo, lejos de compartir un relato sobre lo que ha sido nuestra experiencia de autogobierno. La humillación nacional en torno al nuevo Estatut catalizó un movimiento independentista más amplio que el nacionalismo. Entre nosotros, todavía pesa demasiado la defensa de los dos relatos correspondientes a las apuestas enfrentadas desde Txiberta, la de revisión (estatutismo) y la de ruptura.

En el horizonte, la próxima movilización programada por Gure Esku Dago. Entraña un riesgo, que es el de acabar compitiendo contra sí mismo (altísimo el listón de la cadena humana de 2014). Un riesgo a asumir mucho antes de haber conseguido interpelar al sistema institucional y de partidos.

GED es y debe ser plural –es uno de sus grandes valores–, pero no debería obsesionarse. Quienes nos acusan de querer el derecho a decidir para conseguir la independencia tienen gran parte de razón: hablamos de amor porque también queremos sexo. Pero el reto presente no es la pluralidad, sino la autonomía política que, lejos de buscar una equidistancia interpartidaria, busque interpelar y mover el tablero desde diagnósticos y propuestas propias. Y el punto de partida no tiene por qué ser el acuerdo “entre hermanos”. La fraternidad sí es, en cambio, el horizonte sine qua non de una comunidad dueña de su destino.