IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Lo que querría hacer por ti

Hay quien piensa que el altruismo no existe, que todo lo hacemos por alguna razón; en concreto, alguna que nos beneficia. Una visión utilitarista de las cosas define entonces nuestra motivación como una fuerza que tiene origen y fin en nosotros mismos, por lo que todo lo que sucede entre esos dos puntos –nuestras acciones– se fundamenta en la previsión de alguna ganancia personal, por muy desinteresadas que parezcan dichas acciones en un principio.

Hay quien piensa que actuar desinteresadamente es como actuar sin motivo, como si no prever un beneficio al iniciar una acción, la convirtiera en algo absurdo, sin sentido. Y cuando llegamos a conclusiones así, es como si no pudiera haber ninguna otra explicación aparte de la dicha; ninguna duda para indagar y entender por qué una persona haría algo por otra sin esperar nada a cambio. Y sin embargo, es algo que simplemente sucede; la compasión, la solidaridad, el amor, que es al fin y al cabo de lo que estamos hablando, es evidente que sucede.

Encender el televisor para ver las noticias tiene a menudo un efecto desesperanzador. Se reproducen ante nosotros una serie inacabable de catástrofes humanas que a menudo tienen el odio como motivador y terminamos estando versados en la variedad de formas de actuar dicho odio, a cada cual más impactante. Sin embargo, nos es extraña la expresión de amor cuando la vemos, más allá del amor romántico entre una pareja de película o el amor entre padres, madres e hijos.

Pero, ¿puede existir el amor entre dos personas desconocidas? Obviamente me pregunto por ese afecto no romántico ni con tintes sexuales, sino por un deseo de bienestar para el otro, que pueda dispensarse sin mirar a quién. ¿Es posible sin esperar contrapartida más allá de esa conexión? A veces los sicólogos, siquiatras, filósofos o sociólogos intentamos dar una explicación a todos los fenómenos humanos buscando su origen, su causa y su curso para tratar de predecir y explicar por qué hacemos las cosas. Y a menudo nos enzarzamos en que las razones deben ser tan positivistas y concretas, que terminan sonando simplistas, reduccionistas e incluso poco humanas. Y es habitual que no consideremos el amor, la compasión o la solidaridad, como una de ellas. Parece no ser motivo suficiente para explicar algunas conductas altruistas e incluso terminamos proyectando en estos comportamientos algún grado de suspicacia, la sospecha del embaucamiento o el buenismo.

Supongo que parte de nuestra desconfianza cuando alguien hace algo «demasiado bueno» o «da duros a cuatro pesetas» viene alimentada por cierta experiencia propia o ajena, pero también por una cultura que a menudo menosprecia el valor de algunas cualidades profundamente humanas, como la capacidad de simbolizar, abstraer, imaginar, en favor de aquellas que nos permiten adaptarnos aquí y ahora, nuestra faceta más técnica.

Un día, un buen amigo, en una conversación sobre estos temas, me espetaba alegremente que «no vamos a llegar a ninguna conclusión en esta discusión, porque tú buscas el amor y yo, la verdad». Y me dio qué pensar. Más allá de mi persona, me hizo reflexionar en cómo habíamos llegado a ese extremo: de un lado, la voluntad, el pragmatismo, el cálculo de costes y beneficios, y por otro, el afecto, la simpatía, el vínculo. Como si en algún momento, igual que a lo largo de la historia hemos separado en nosotros el alma y el cuerpo, la razón y la emoción, también hubiéramos escindido la motivación de amar de otras motivaciones más propias de la mente analítica y de nuestra voluntad. Y en estas dicotomías, parece que tenemos que elegir un bando, sin entender el amor que hay en las decisiones analíticas que hacemos, ni el análisis en la decisión de a quién amamos.