IBAI GANDIAGA PÉREZ DE ALBENIZ
ARQUITECTURA

Kroll contra los conformistas

Corría un soleado julio de 1998 cuando se inauguró el Palacio de Congresos de Valencia con un congreso denominado “La arquitectura y las ciudades en el siglo XXI”. El edificio venía avalado por la firma de un Norman Foster en lo mejor de su carrera, habiendo ya completado la Torre Collserola de Barcelona, el Carré d’Arst de Nîmes y el Kommerzbank de Frankfurt. La ya enorme figura de Foster no fue un impedimento para que el belga Lucien Kroll (Bruselas, 1927) comenzara su intervención con una felicitación al señor Foster «por este magnífico edificio del siglo XIX».

Kroll hablaba desde esa tranquilidad que le confería la atalaya de la edad y el haber pasado por los envites del Estilo Internacional, el Regionalismo, el Posmodernismo y el Hight Tech. Su salto a la fama vino en su madurez, siendo 1972 el año en el que culminaba las obras de la Facultad de Medicina en Wollure-Saint-Lambert, llamada «MéMé». Aunque su produccion arquitectónica y teórica continúa, los libros de historia le reservan un lugar cuando hablamos de diseño arquitectónico y participación ciudadana.

Lucien Kroll deslavó la imagen de arquitecto tradicional –tradicional, por Moderno– en Ruanda, trabajando durante los años 60 del siglo pasado para los monjes benedictinos. Hay quien afirma que esa experiencia hizo que entendiera la arquitectura desde los ojos del etnólogo, tratando de empatizar con el usuario final. Aunque hoy en día esa concepción de diseño ya no resulta tan extraña, en 1968 se consideraba una excentricidad a la norma.

El encargo de la Facultad de Medicina vino precisamente a zanjar una disputa que los estudiantes mantenían con la Universidad Católica de Lovaina. Cediendo a las reivindicaciones de los estudiantes sobre las condiciones de las viviendas, entre otras cosas, la universidad preguntó a los propios estudiantes qué arquitecto querían. Los estudiantes de Medicina, ya desconfiando de todo lo que oliera a institución, recurrieron a sus compañeros de la École Nationale Supériere de La Cambre, la escuela de arquitectura, recibiendo como respuesta el nombre de Lucien Kroll.

La premisa básica de Kroll fue la de empoderar al usuario, creando un edificio tan personalizado como fuera posible. Demostraba un desprecio por lo que consideraba «tradición militar» de la arquitectura, es decir, la regularidad asfixiante, que había sido norma desde el advenimiento del Movimiento Moderno, llegando a afirmar que «lo importante es no confundir caos y complejidad». Kroll hablaba de lo militar enfrentado a lo civil, es decir, frente a aquello que se adaptaba a las situaciones, como una granja lo hace al terreno, y creaba una escala humanizada. «Esta última –por la civil– es una tradición construida sobre gestos simples: ando y tengo una calle, me paro para hablar con alguien y es una plaza», afirmaba el arquitecto. «Hoy en día, el orden ha dejado de ser una realidad, se ha convertido en una ideología. Creo, de todos modos, que nuestras tradiciones se entrecruzan, las dos son necesarias, pero actualmente solo reina la militar».

El edificio de la facultad se dividió en un “esqueleto” –la estructura– y los elementos que lo rellenaban y lo cubrían. Los propios alumnos trabajaron en la construcción de sus viviendas, llegando a un punto en el que el papel tradicional del arquitecto se desdibujaba totalmente. El resultado viene a demostrar un edificio como ningún otro, totalmente adaptado a los deseos y necesidades de sus habitantes.

El espíritu del 68 francés impregnaba la obra, qué duda cabe. «Las columnas regulares –declaraba el arquitecto– hacen conformistas. Las irregulares desafían la imaginación». En esa época se dio una explosión social, política y cultural sin parangón desde el año 1848. Se fragua sobre los hombros de intelectuales como Lefebvre o Marcuse, y precisamente la arquitectura y el urbanismo cobran una importancia especial, politizándose de pronto como nunca antes. Se ataca entonces la “benevolencia” de la arquitectura tal y como la entendía el Movimiento Moderno, es decir, se identifica ese estilo, en origen revolucionario, como una arquitectura sirviente de la clase dominante.

Los símbolos de la arquitectura nueva se suceden en esos años 70, como Kroll, De Carlo, los Eames o Erskine, brillando con tanta fuerza como pronto se apagan. Y sin embargo, hoy por hoy, su discurso vuelve a sonarnos inmensamente válido, siendo figuras a recuperar. Y es que, ¿qué mejor momento que el actual, con una generación crecida al albur de las políticas neoliberales, para cuestionar los modos de construir y diseñar la ciudad?