IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Pasajeros del tiempo

Cuando aprendemos algo nuevo, lo incorporamos a nuestro repertorio de herramientas para la vida. Una acción que nos devuelve un resultado que nos ayuda, nos beneficia de algún modo. O no solo una acción, sino también una idea o un sentimiento (que también se aprenden, aunque parezca que no) sobre cómo es el mundo, los demás o nosotros mismos. Lo incorporamos, como decía, tras explorar, probar y confirmar, por lo menos tres veces, la relación entre esa acción que realizamos al inicio intuitivamente y el resultado que surge, o entre la idea inicial en nuestra cabeza sobre algún aspecto de nuestro entorno y la característica concreta que conseguimos atrapar de entre todos los que tiene ese entorno al fijarnos en él.

Sea como fuere, el acto de aprender está íntimamente ligado y condicionado por el tiempo. De hecho, a veces parece que los aprendizajes importantes en la vida suceden en una pugna contra el tiempo por una simple razón: porque aprendemos después de haber vivido. Es tan humano echar la vista atrás, con los ojos de la persona que somos hoy, y analizar el mundo en el que crecimos, del que provenimos y ver en este los escollos que superamos, pero con un cariz actual, con las herramientas que adquirimos, pero justo después de que afrontáramos dicho escollo.

Y antes de que nos demos cuenta, nos estamos afanando en aplicarlas en nuestro recuerdo y reflexiones, a pesar de que esos dos momentos nunca podrán encontrarse en la línea del tiempo. Por ejemplo, si hoy miro a mis años de colegio y pienso en con quién tuve desencuentros o en cómo afrontaba las tareas de estudiante, y entre todas esas imágenes y sensaciones, permanece algún grado de sufrimiento de aquella época, hoy casi es imposible no encontrarle –o por lo menos buscarle– las posibles alternativas que podrían haberme hecho la vida más fácil. O si pienso en aquella pareja con la que lo pasé tan mal y con la que estuve más tiempo del que tocaba, de nuevo, me sale representar en mi mente conversaciones que habría tenido mucho antes o incluso la decisión de haber empezado la relación con él o con ella.

Estas son solo algunas de las reflexiones que podría hacer cualquiera de nosotros al echar la vista atrás y a menudo resulta frustrante caer en la cuenta, casi inmediatamente, de estar tratando de coger humo con las manos de la mente. Parece un ejercicio vano entre la realidad y el recuerdo, la realidad de lo que hemos aprendido y permanece con nosotros desde entonces, y el recuerdo de lo que nos sucedió y lo que sentimos, hechos que ya pasaron, que siguieron su camino con el tiempo que ya se ha ido.

Y entonces se nos queda ese regusto agridulce de tener la certeza (hoy) de haber podido hacerlo diferente y ahorrarnos malestar o incluso una herida profunda (entonces). Al mismo tiempo, somos conscientes de esta limitación, de que la realidad es que no había manera posible de conocer ese camino en aquel momento, no de antemano. Y es que somos prisioneros, o pasajeros, del tiempo y de algún modo, nuestra existencia está dibujada hacia adelante, hacia lo que está por venir.

Claro que los hechos que nos han sucedido forman parte de nuestra experiencia, en concreto una parte que ya no es, en la que ya no vivimos, y aun así, esa realidad vivida y pasada constituye parte de nuestra verdad actualmente, de lo que sabemos en el presente. Entonces, el presente se dibuja como un lugar de paso, en el que no podemos aplicar lo que aprendimos, porque tenemos que esperar a que algo similar nos suceda, y estar suficientemente atentos como para que esta vez no se nos pase de largo y nos demos cuenta al día siguiente. Me acuerdo entonces de la frase de un buen amigo, que, con una sonrisa en la boca, al hablar de estos temas, decía: «Supongo que será mejor estar a gusto en el presente, porque es aquí donde vamos a vivir toda la vida».