IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

La mente del que aprende

Hace unos días leía un interesante artículo de la Asociación Americana de Psicología sobre algunos principios de esta ciencia que pueden ayudar a entender mejor cómo aprendemos las cosas y también a ajustar nuestra percepción de este proceso. Para empezar, las ideas o la concepción de los estudiantes sobre lo que es la inteligencia y las creencias que puedan tener sobre sus habilidades, afectan a la manera de pensar y al aprendizaje en sí. Es como si estas creencias se convirtieran en las fronteras de la mente, por lo que todo lo nuevo tiene que entrar dentro de ellas. Por ejemplo, pensemos en las conclusiones que hemos sacado sobre nuestras capacidades mentales después de nuestra etapa escolar y cómo nos han afectado al ir a aprender cosas nuevas.

De hecho, lo que los estudiantes saben de antemano afecta al aprendizaje, como si poner una etiqueta a un concepto o a un proceso o aplicarlo de una manera, hiciera más difícil en adelante hacerlo de otra forma. Si bien es verdad que el desarrollo cognitivo y el aprendizaje no están limitados por las fases de desarrollo vital, es decir, podemos aprender y crecer en todos los estadios de la vida, aunque de forma diferente y, por tanto, tenemos la capacidad de cambiar nuestra concepción de las cosas e incluir nuevos aprendizajes en momentos distintos de la vida.

A medida que nuestro tiempo pasa, nuestros contextos cambian y no siempre es fácil trasladar lo que aprendemos en un lugar a otros nuevos. Generalizar el aprendizaje a un contexto nuevo no es un proceso espontáneo y necesitamos de cierto apoyo y tiempo para hacerlo. Es más, adquirir conocimientos o habilidades a largo plazo depende sobre todo de la práctica. Y es que el aprendizaje es un proceso que se da en interacción, con el tiempo, con las acciones, con la materia y con las personas involucradas.

Las emociones que se generan tienen una gran influencia en nuestra manera de aprender. Por ejemplo, las expectativas de los profesores sobre los estudiantes también tienen un efecto en la motivación y en los resultados, y al mismo tiempo, internamente, el bienestar emocional o el malestar como producto de estas interacciones también con los profesores influye en todo este proceso. Tanto es así que la capacidad de los estudiantes para regularse emocionalmente es de gran ayuda y también estas habilidades se pueden enseñar junto con las materias o áreas de estudio general.

Probablemente todos podríamos recordar a profesores específicos que han marcado nuestro aprendizaje tanto en el colegio como fuera de él al enfrentarnos a una tarea concreta de aquella materia o al elegir una carrera después, o incluso dejar de estudiar para trabajar tempranamente.

Parte de esa interacción a lo largo de los años por parte de los formadores incluye dar a los estudiantes una devolución, una respuesta clara y explicativa a sus trabajos, lo que ayuda enormemente a la fijación de la información nueva. Aunque, obviamente, la motivación no viene solo de los encuentros o desencuentros con los profesores. Para empezar, disfrutamos más del aprendizaje y se nos da mejor aprender cuando estamos motivados por nuestros propios intereses y deseos más que por recompensas externas. Y cuando estudiamos, somos más persistentes al enfrentarnos a tareas desafiantes y al procesar la información cuando nuestro objetivo es dominar una materia, más que simplemente replicar lo aprendido. Aunque, por otro lado, cuando nos ponemos metas a largo plazo, generales y muy ambiciosas, nuestra motivación es más difícil de mantener que cuando vamos a algo más asequible, cercano y concreto para dar el siguiente paso.

En resumen, el aprendizaje es un proceso dinámico en el que se ponen en juego facetas esenciales de nuestra naturaleza personal y relacional, y aprovechando lo que sabemos sobre la mente aprendiendo, podemos ajustar los procesos de enseñanza.