IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Combustible vital

H ay unas fotografías curiosas que no dejan de sorprenderme cuando me las encuentro. Son en blanco y negro y retratan a personas de otra época, en particular a personas que en el momento de ser tomada la imagen estaban viviendo alguna suerte de dificultad. Sin embargo, lo que llama poderosamente mi atención tiene que ver con los rostros de algunas de ellas y, en particular, con sus sonrisas. Y uno, mientras las observa sonreír –por ejemplo, la última se trataba de un grupo de personas tumbadas en el suelo de un andén de tren–, lee el pie de foto: «Ciudadanos de Londres guareciéndose de los bombardeos durante la II Guerra Mundial», y efectivamente parece que hay algo que no cuadra, porque las expresiones de los protagonistas son genuinas. Uno puede pensar en el divertimento momentáneo de ser fotografiados en una época en la que una persona podía sacarse cinco o diez fotos en toda su vida; sin embargo, parece que hay algo más, dadas las dramáticas circunstancias.

También podríamos hablar de la desconexión psicológica de quienes tienen que sobrevivir a un conflicto armado para esquivar el impacto del horror y, aun así, la expresión de los integrantes es tan homogénea y conectada con el fotógrafo que debe de ser algo más, así que me preguntaba: ¿qué preservaba la alegría de aquellas personas en una situación tan difícil como aquella?

Había algo que aprender de cruzar las miradas a través del tiempo y, sin embargo, desde el hoy, no puedo hacer más que especular. En un mundo difícil, de constantes cambios, parece necesario conservar y alimentar el combustible que nos hace continuar, adaptarnos y auparnos de una manera constructiva más allá de las adversidades o imprevistos. Ese combustible tiene componentes diferentes para cada persona o grupo de personas, pero supongo que en general se acercan mucho a la esperanza, la confianza y el vínculo. Esperanza de que en algún momento en el futuro las cosas vayan a ir mejor, confianza en los propios recursos y en los de las personas que nos rodean, y vínculo con ellas, con quienes son semejantes a nosotros.

El primer componente, la esperanza, tiene un grado de elección e incluso de rebelión ante los datos adversos del entorno, y, por tanto, incluso cierto grado de negación de dichos datos. Por así decirlo, tener esperanza ante ciertas realidades implica dejar de mirar por un tiempo a ese agujero negro perenne que a veces nos devuelven y asumir con un grado de fe que algo va a cambiar a mejor.

Supongo que esta posibilidad hipotética futura está basada en experiencias previas, acumuladas o creadas por uno mismo a nuestro propio favor, o tomadas prestadas de otros; el optimismo, desde esta perspectiva es una conclusión vital. Parte de esa conclusión es fruto de conservar la confianza, una confianza que no han mellado las malas experiencias, los fallos, los cuestionamientos ni los fracasos y las cualidades para afrontar el mundo permanecen en su esencia intactos. Yo puedo afrontar lo que me traiga la vida porque la fuerza de la esperanza me acompaña… y, si no puedo, estoy seguro de que contigo sí.

Y es que tener cerca la esperanza y la confianza de otra persona nos llega a inundar, se contagia y termina convirtiéndose en una experiencia compartida incluso cuando la nuestra está mellada. Por esta razón, es tan importante encontrarnos con esos amigos optimistas, incluso despreocupados, cuando no podemos dejar de mirar a la parte desagradable de la vida… Por lo menos por un rato, el necesario para reunir fuerzas. Y por último, pero no menos importante, quizá para conservar la esperanza, la confianza y el vínculo, puede que exija un cierto grado de asertividad con uno mismo, decirnos «basta» a la preocupación por lo que no podemos cambiar.