IBAI GANDIAGA PÉREZ DE ALBENIZ
ARQUITECTURA

Mies van der Rohe, el lujo disfrazado

Cuando Alfonso XIII y la reina Victoria Eugenia avanzaron bajo la sombra de Montjuïc para visitar el pabellón de Alemania de la Exposición Internacional de Barcelona, la anécdota cuenta que el monarca preguntó al arquitecto, Ludwig Mies van der Rohe, si el edificio estaba acabado. No es de extrañar. En aquel 1929 el Estado español no había visto aún un ejercicio de abstracción moderna tan extremo como el que el arquitecto alemán presentaba al monarca. El edificio duraría lo que duró la exposición, pero fue reconstruido y este mismo mes de junio se celebra su trigésimo aniversario, momento idóneo para revisitar una de las obras cumbres del Movimiento Moderno arquitectónico.

Años antes de que el pabellón fuera una realidad, en el estudio de Peter Behrens se juntaron como empleados tres de los mejores arquitectos del siglo XX: Walter Gropius, Le Corbusier y Mies van der Rohe. Claro que por aquella época Le Corbusier era solamente Charles-Édouard y Mies no había dado pompa a su apellido añadiéndole su nombre materno. Durante los cuatro años siguientes, los tres arquitectos recibieron de Behrens la necesidad de que el arquitecto transmitiera el arte de su tiempo a través de la tecnología. Y luego llegó la Gran Guerra.

Ese revulsivo bélico tal vez empujó con más fuerza a muchos europeos, entre los que se encontraba Mies van der Rohe, a buscar un nuevo modelo de sociedad después de su paso por la infantería alemana. Mies comenzó a articular la búsqueda de una nueva arquitectura, ingresando en el grupo Novembergruppe (con gente como Kandinsky, Klee, el arquitecto Erich Mendelsohn...) y editando la revista “G”, en la cual publicaría uno de sus proyectos teóricos más célebres y, a la postre, construido y replicado mundialmente: el rascacielos de vidrio.

Pero la muy endeudada República de Weimar no tenía dinero para un edificio del género, y Mies debió de contentarse con el ejercicio colectivo de la siedlung (urbanización) de Stuttgart, diseñando en 1927 vivienda social junto con otros relevantes arquitectos como el propio Le Corbusier, Bruno Taut, Gropius, Oud...

Dos años más tarde, dos obras servirían para encumbrar a Mies al Olimpo: el Pabellón de Alemania para la Exposición Universal de Barcelona de 1929 y la casa Tugendhat. Ambos ejemplos le granjearían los primeros recelos entre sus coetáneos; no hay que olvidar que, dentro de esa Europa nueva que se estaba fraguando y de la que Mies pretendía ser el adalid, al menos en cuanto a arquitectura se refiere, la lucha de clases era un frente principal. Muchos vieron con malos ojos tanto el lenguaje como el estipendio material y el gusto por el lujo que sus edificios despedían.

A todo esto, cabe recordar que Mies no tenía el título de arquitecto, siendo como era un mero hijo de canteros de Aquisgrán. Incluso cuando años más tarde emigrara a Estados Unidos, debió de asociarse con Philip Johnson para poder entrar en el American Institute of Architects y poder construir en Nueva York. Fruto de esa asociación nació el paradigma de la elegancia en los edificios de altura, el edificio Seagram, en 1954, refinando el lenguaje que comenzó a esbozar en las viviendas de Lake Shore Drive en Chicago y sentando las bases de lo que sería un rascacielos de vidrio.

Esas dos caras del Mies, reflejadas, por un lado, en el Pabellón de Barcelona y, por otro, en los rascacielos de vidrio, son lo que atrae de él, sin duda. Representó el cambio de un clasicismo en el que todo era metopas, volutas, capiteles y frisos, a un lujo nuevo, moderno. En Barcelona, Mies quiso representar, en el marco de una exposición internacional, una Alemania moderna que resurgía de sus cenizas. Para ello, utilizó un lenguaje extremadamente innovador en la época, como era despojar los cerramientos de la casa de materia. Si se mira un plano del pabellón, difícilmente podrá adivinarse el espacio. Está todo reducido a la mínima esencia, estrategia que luego llevaría al paroxismo en la acristaladísima casa Farnsworth.

Pero esa cara moderna de lenguaje rompedor con lo antiguo se topa de bruces con una elección obscena de materiales carísimos, tanto en coste como en necesidad artesanal de colocación: mármol verde de los Alpes, dorado, mármol travertino romano, ónice dorado del Atlas... Todo el Pabellón de Barcelona es en sí mismo un ejercicio de artesanía disfrazado de construcción moderna. Esa tendencia a la equidistancia le valió a Mies no pocos enemigos entre los intelectuales de su juventud, que veían en él –incluso más tarde, cuando fuera director de una Bauhaus que debió de lidiar con los nazis–, un pragmático que se doblaba al viento que soplara en el momento.