IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Puentes levadizos

Somos lo que pensamos, lo que sentimos emocional y corporalmente y lo que hacemos. La combinación particular de nuestras singularidades en estas áreas nos conforman como seres únicos, con una identidad propia construida a lo largo de los años. La interacción constante con un entorno de circunstancias más o menos estables y de relaciones relevantes nos influye y nos cincela hasta llegar a ser hoy quienes somos. Pero en esa interacción estamos incluidos, por lo que también nos inventamos la vida y terminamos influyendo al mismo tiempo en esas circunstancias.

El mundo se entrelaza con nosotros todo el tiempo y precisamente por eso nos exige una adaptación constante a él. Nos reclama revisarnos, cambiar o, por el contrario, afianzar una postura que ha sido de utilidad en momentos similares del pasado. Cada una de estas situaciones y otras tantas que nos encontraremos en adelante es un hito interno en el que tendremos que asegurarnos que nuestra vulnerabilidad esté protegida y cuidada, nos demos cuenta o no.

En el fondo de nosotros esa vulnerabilidad contiene entre otras cosas nuestras necesidades crudas, nuestros deseos crudos, nuestras debilidades y fragilidad pero también nuestra energía vital, las características quizá más propias y genuinas que nos definan íntimamente. Sin embargo, el entorno que nos toca vivir no siempre es capaz de preservar y acoger estas necesidades, estas fragilidades tal cual las vivimos. ¿Qué hacer entonces? Rápidamente aprendemos a proteger esa parte de nosotros que nos define esencialmente, pero que no necesariamente va a ser recibida de buen grado por otros. Entonces buscamos la manera de no notar esa rudeza.

Puede ser que decidamos ser más fuertes de lo que somos, tensar nuestro cuerpo, hablar con dureza, esforzarnos al máximo para demostrar que no necesitamos de los demás, que somos autosuficientes, lo cual es de buen grado acogido por la sociedad en la que vivimos y, de hecho, incluso recompensado.

Este comportamiento nos asegura que no seremos agredidos por ser frágiles, porque por un lado nos insensibiliza y por otro pone límites a los demás, aunque también a la posible cercanía. Sentirse invulnerable puede llegar a ser imprescindible en algunas circunstancias; sin embargo, esta firmeza aisla la espontaneidad y aleja cada vez más la posibilidad de que alguien pueda realmente cubrir las necesidades ocultas tras tanto esfuerzo. Razón inicial por la que levantamos esta actitud, aunque ya no nos acordemos.

O podemos optar por lo contrario, por actuar de una forma que nos asegure la compasión de los demás, sometiéndonos a sus deseos, opiniones y condiciones con una sonrisa en los labios o directamente con una expresión triste, transmitiendo con unos hombros caídos o una mirada esquiva que no somos una amenaza, o siquiera una competencia, que no vamos a pedir que las cosas se hagan a nuestra manera, sino que estamos dispuestos a ceder lo que sea necesario de nuestras posturas iniciales si así mantenemos la relación.

Esta servicialidad también es muy bien acogida por nuestro entorno por razones distintas a las del párrafo anterior pero, como podemos anticipar, el efecto en lo personal es habitualmente el olvido de la propia fuerza y, a menudo, la acumulación de rencor secreto. No es sencillo el término medio, no es sencillo protegerse sin volverse de piedra ni colaborar sin someterse. Sin embargo, aprovechar las potencialidades y afrontar las exigencias de una vida rodeada de personas, de flujos de relación, de peticiones imbricadas en las palabras y de necesidades que requieren de los demás, nos demanda adoptar una posición. Una actitud que quizá no pueda ser unívoca o inamovible y que permita siempre bajar el puente levadizo entre el mundo y nuestra vulnerabilidad cuando estemos suficientemente seguros.