IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

«Tú puedes»

Hay probablemente muchas oportunidades a lo largo de la vida rápida y exigente que vivimos para cuestionarnos, para dudar e incluso concluir que no tenemos suficiente capacidad para afrontar algún aspecto de esta. Sin duda, a veces es simple y llanamente así: no llegamos, no podemos y ningún grado de esfuerzo puede hacer que eso cambie.

Afortunadamente, tenemos límites y estos nos protegen de la omnipotencia y de todo el trabajo que esta nos daría. No obstante, a veces esos límites crecen, se hinchan y cubren toda una área de nuestra participación en el mundo. Se desparraman como una idea de sí mismo, pero también como un resumen del máximo que uno puede llegar a conseguir si simplemente es quien es. Pero ¿cómo sucede? Lo primero que hay que tener en cuenta es que, precisamente por la apertura que desde el primer momento de vida necesitamos tener con el mundo que nos rodea, somos frágiles y vulnerables por dentro. Tan necesitados y tan dispuestos que simplemente abrimos el corazón sin saberlo desde entonces. De hecho solo después, pasado el tiempo, esa disposición al contacto o esa apertura se va estrechando a medida que el encuentro con los demás revela su lado más abrupto, más desintonizado. Cuando los demás dejan de ser una fuente para satisfacer nuestras necesidades, nos percatamos de que hay una parte de las relaciones que se vive a solas, en la que no podemos tener la colaboración o siquiera la compañía de quienes solían ser alivio y estímulo. Es un gran impacto darse cuenta de esto y, sin duda, cambia nuestra perspectiva de la vida en adelante.

Y si hay algo que nos genere inseguridad es la soledad. Sentir que perdemos el respaldo que hasta entonces parecía incondicional es una puerta para tomar conciencia de uno mismo. Habitualmente lo entendemos como un hito de madurez –darse cuenta de que papá y mamá no estarán ahí siempre–, pero, al mismo tiempo, la red permanente que nos acoge desde el nacimiento parece hacerse más y más incierta. Y si no podemos estar seguros de que habrá alguien para nosotros en los momentos que lo necesitemos, ¿en qué poder confiar? Sin embargo, entonces, ante la falta de predictibilidad de la continuidad de ese apoyo, es inevitable girarse, mirarse a sí mismo y empezar a confiar algo más en las propias capacidades –si otros no pueden acogerme siempre, lo haré yo para mí mismo–.

Evidentemente, la confianza en uno mismo tiene límites, y para un niño o una niña, la distancia rápidamente da paso al temor del que hablábamos más arriba. Fruto de esa conciencia y ese temor, las personas empezamos a tocar nuestros límites y ese descubrimiento tiene tanto impacto que se convierte en una información importante sobre sí. Pasado el tiempo y, debido a la naturaleza del temor, nos fijamos poco a poco y cada vez más en esos límites de la capacidad, para tratar de anticiparnos, de adaptarnos, de protegernos y de superar el miedo a estar solos. Es maravillosa la sofisticación con la que nos ponemos a prueba en esos aspectos que nos atemorizan, confirmando o desmintiendo hasta dónde esos límites son reales. Si no hay voces discordantes, o si después estas no se pueden retener, esa idea del límite no encuentra la contrapartida que necesita para ser solo una parte de nuestra experiencia y no el todo, y el contraste consciente no es tan fácil de hacer. De hecho, una vez que hemos llegado a la conclusión de que no podemos, parece que necesitamos muchas más evidencias contrarias para combatir esa idea limitante de las que hicieron falta para construirla. Tomar prestado el espejo de la bondad de los otros hacia nosotros, de su reconocimiento e, incluso, de su admiración, nos prepara para mantener otra idea imprescindible para afrontar el mundo: puede que esté solo a veces, que yo tenga mis limitaciones, pero aun así, «Yo puedo».