IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

El centro del mundo

En el mundo humano gregario, desde muy pronto se crean relaciones que implican cierta jerarquía entre las personas que lo formamos. Nos regimos por cierto estatus en relación a los demás que necesitamos descubrir en los distintos estadios de la vida. ¿Quiénes somos con respecto a los otros? ¿Quiénes son ellos para nosotros? Esta cuestión capital determinará otras tantas creencias que resultan de su respuesta: creencias sobre nosotros mismos, los demás y el mundo en general. Desde el nacimiento, las propias necesidades son para nosotros el centro de nuestro universo; necesidades básicas para la vida, pero para cubrir las cuales no tenemos todavía suficiente poder, capacidad o habilidades. Dependemos entonces de otros para seguir adelante el tiempo suficiente como para construir la propia fuerza y de ahí la capacidad de impactar en el mundo. En pequeñas dosis vamos creando esa idea de nosotros como alguien capaz de influir, una idea que será esencial para nuestro concepto propio y nuestro ímpetu para actuar en el mundo en adelante. Pero esa capacidad de influencia necesita contraste en los demás. Una niña de tres añitos que no suelta la palabra «no» ante cualquier propuesta, o un niño de cinco que pide que le dejen «hacerlo solo» son solo algunos ejemplos. Y la respuesta de quien esté enfrente es importantísima en ese modelado de las propias capacidades.

En cada etapa del desarrollo hay un periodo en el que volvemos a revisar esta parte del concepto de nosotros mismos, y en algunas de ellas nos lleva más tiempo que en otras. La adolescencia, por ejemplo, es uno de esos momentos en los que la atención sobre uno mismo necesita ser mayor. Estos momentos de egocentrismo indispensable generan toda suerte de reacciones a lo largo del tiempo por parte de los implicados, ya que, junto con el ejercicio de la propia voluntad y la medida de la propia influencia, deben coexistir el ejercicio de la empatía y la solidaridad necesarias para la convivencia. Y esto no es nada fácil. Si nos pasamos en un extremo, el niño o la adolescente puede olvidarse de que los demás tienen necesidades y que a veces también la propia voluntad debe relegarse a un segundo puesto a favor de otros; pero, si nos pasamos en el extremo opuesto, corremos el riesgo de olvidarnos de nuestras propias necesidades y de que, a veces, la voluntad ajena es la que debe relegarse a ese segundo puesto a nuestro favor.

Es sin duda un baile bastante sutil que aprendemos también de las maneras más mínimas: un comentario, una mirada, una celebración o un reproche son pruebas que pueden confirmar nuestro poder de influencia o recordarnos nuestras limitaciones. Sea como fuere, y a pesar de que el egocentrismo parece casi una seña de identidad en el mundo que vivimos y es un concepto con algunas connotaciones negativas, cuando nos centramos en el desarrollo de la persona, la focalización en uno mismo o en una misma, es imprescindible al construir la propia identidad y para poder proyectarse al futuro e imaginarse consiguiendo lo que más tarde vamos a construir.

Si la capacidad para impactar en el mundo fuera una cara de una moneda, las limitaciones propias sería la otra, y siempre van juntas cuando nos arriesgamos o nos retiramos ante un reto que la vida nos pone delante. Es cierto que en todo este proceso de creación y contraste de estas facetas los otros participan, como decíamos más arriba, y junto a ellos podremos celebrarnos o reprocharnos, pero, para construir nuestro concepto propio de forma positiva, necesitamos ser el centro de nuestro mundo en la misma medida que necesitamos compañía y límites para hacerlo.