IñIGO GARCIA ODIAGA
ARQUITECTURA

Un nuevo pasado

Podría pensarse que el pasado es algo tangible, concreto y cerrado, pero, por el contrario, sabemos bien que la historia es de aquellos que la escriben, que, incluso sin quererlo, la moldean e interpretan a su gusto simplemente por analizarla desde la contemporaneidad.

Algo así le sucede al Museo Unterlinden, una compleja rehabilitación y ampliación desarrollada por el estudio suizo Herzog & de Meuron, para poner al día el antiguo museo sacro de la ciudad francesa de Colmar.

El retablo de Isenheim pintado por el maestro alemán Matthias Grünewald en el siglo XVI se presentaba como la pieza central de una colección que el museo mostraba de forma abigarrada en el único espacio público de la vieja instalación, la antigua capilla. Claustro y capilla aguantaban como podían la embestida de 300.000 turistas al año, hasta que en 2009 se decidió, mediante un concurso internacional, ampliar las instalaciones, añadiendo al conjunto el edificio de baños cercano de 1906 y una tercera pieza de nueva construcción destinada a ampliar los espacios expositivos.

La primera decisión del proyecto fue de índole urbana. La villa medieval de Colmar contaba con un curso de agua que atravesaba el casco histórico y que antaño había cumplido la función de colector urbano, por lo que había sido soterrado. Como símbolo de la regeneración urbana del municipio, Herzog y de Meuron decidieron reabrir el viejo surco de agua y utilizarlo junto con sus riberas para configurar un nuevo espacio público, un eje urbano que conecta el collage de edificios que componen el nuevo museo con el centro de la ciudad. Además de una clara función de conexión, esta acción establece también una metáfora al convertir el antiguo canal que recogía las aguas residuales de los baños públicos en el surco por el que fluyen los visitantes hacia el museo, estableciendo alegóricamente un juego que habla de la regeneración urbana que supone la rehabilitación del museo.

Esta intervención les permite así construir un nuevo acceso al conjunto de edificio, por lo que en el centro de ese espacio se ubica un pequeño pabellón que resuelve la entrada al túnel subterráneo que ejerce de hall principal del museo y que, bajo el subsuelo del casco antiguo, une las tres construcciones que componen las instalaciones del nuevo museo.

Este pabellón, bautizado por sus autores como «la casita, resume bien las intenciones arquitectónicas del proyecto, ya que, dada su ambigüedad formal y material, esta pequeña pieza puede ser leída e interpretada tanto en clave contemporánea como en clave medieval. Esa misma sensación de pasado reescrito puede apreciarse también en la nueva nave, que como un gran hangar agrícola, libera su espacio central para dar cabida a tres salas de exposiciones, limpias y neutras, tal y como reclama el arte más contemporáneo. Estas galerías superpuestas en altura contrastan su carácter minimalista con las escaleras que resuelven la conexión vertical entre ellas y que, a pesar de su materialidad contemporánea y escultórica, juegan con lo anecdótico, caótico y aleatorio para construir una espacialidad que recupera las sensaciones de las escaleras de caracol de los palacios medievales.

La materialidad de las fachadas se hace también eco de ese arcaísmo contemporáneo que defiende el proyecto. La piel está construida con una envolvente de ladrillo fabricada de manera industrializada, pero que, para acercarse a la materialidad artesanal de las fachadas históricas de Colmar, ha confiado en una puesta en obra singular. Las 50.000 piezas de ladrillo que configuran la fachada han pasado por las manos y el martillo de un operario que las partía en dos, de forma que la cara expuesta al exterior fuese siempre la rugosa, producto de la fractura de la pieza, incorporando así a la construcción una suerte de aleatoriedad impropia de la era de la alta tecnología.

Los huecos de la fachada, con su forma ojival medieval, también construyen ese guiño al pasado. Una mirada cuidadosa y experta descubrirá que los arcos ojivales que perforan la fábrica de ladrillo, no son lo que parecen, ya que las piezas de la fábrica no se ordenan siguiendo su lógica geométrica, configurando las dovelas del arco, sino que hacen gala de su condición de piel de revestimiento. Hacia el interior, esas aberturas ojivales, que juegan con las formas de la arquitectura gótica y medieval, se transforman geométricamente a través del espesor de los muros de hormigón que construyen la arquitectura en aberturas rectangulares, transformando de algún modo las ventanas en miradores, ya que el resultado final se acerca más al de un espacio destinado a capturar el exterior que a meras entradas de iluminación.

Todo este despliegue arquitectónico persigue un único fin: el de reconstruir un pasado, una reinterpretación actual del contexto que rodeaba las obras de arte sacras. En especial la de su joya, el retablo de Isenheim, para, de este modo, controlar la percepción de las mismas e intentar mostrarlas en unas condiciones similares a las originales de su creación.

El retablo se encuentra ahora liberado en un espacio adecuado para su contemplación que le permite desplegar su arquitectura propia, y mostrar su construcción a base de paneles en forma de libro mural y contar así la historia de los santos alemanes. Esa necesidad de recrear el contexto de la obra afecta incluso a la climatización, que en el entorno del retablo ha sido alterada para introducir frío, para provocar un ambiente gélido, si se quiere arcaico, que aporta una atmósfera medieval y rigurosa a la contemplación de la obra.

Pero por mucho que se quiera, esta manipulación del contexto museográfico no deja de ser un truco de magia, un ardid de prestidigitador de feria, que juega con la ilusión y con la idea preconcebida del espectador para presentar un pasado que es nuevo y que, aunque se quiera definir como medieval, ha sido creado instantes antes gracias al frío producido por la maquinaria del aire acondicionado.