IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Agua que no has de beber…

Si lo pienso, lo puedo conseguir; si lo quiero, lo tengo; si me esfuerzo, lo voy a lograr». En la evolución de nuestra especie, igual que en la de otras tantas, la competición, la lucha y el enfrentamiento han sido claves para llegar adonde hemos llegado. El aumento de depredadores surge casi con el nacimiento de la vida en la tierra. Durante el periodo Cámbrico, hace 500 millones de años, un drástico cambio climático favoreció la proliferación de multitud de nuevos seres, y artrópodos en particular, que tuvieron que desarrollar habilidades de caza para sobrevivir entre la vorágine de nueva vida. Fruto de estas circunstancias surgieron las precursoras de las neuronas actuales, células que forman nuestro sistema nervioso y el del resto de animales.

En cierto modo, podríamos decir que la competición está en el origen de quienes somos, y no solo en los seres humanos. Sin embargo, la otra cara de la historia, no habla únicamente de la enorme importancia de la colaboración entre grupos de iguales para conseguir competir mejor, sino también del papel de la renuncia en todo esto. De hecho, a lo largo de la historia de la humanidad, el nomadismo ha sido clave en la expansión, evolución y proliferación de nuestra especie. Y sin duda, cambiar de lugar de vida implica renunciar, y también trasladar la esperanza. La renuncia puede tener muchas caras, pero principalmente es una confrontación en sí misma. No conseguir aquello sobre lo que teníamos expectativas, en lo que nos habíamos esforzado y habíamos puesto nuestro conocimiento y habilidades es una prueba fehaciente de que nuestra intención no ha sido suficiente. Y este tipo de confrontaciones pueden herir potencialmente nuestro amor propio o convertirse en una oportunidad para conocernos mejor, adaptarnos mejor, crear algo distinto y continuar con el camino hacia nuestras esperanzas en una dirección (probablemente) más ajustada a nosotros.

Quizá es solo algo nuestro, de nuestra tierra, pero el error, rendirse, renunciar tiene bastante mala fama y, sin embargo, aprender a cambiar sin que ello suponga un misil en la línea de flotación de la identidad y la autoestima es indispensable para esquivar la amargura. Hace unos meses hice referencia a un famoso estudio protagonizado por niñas y niños de en torno a tres añitos que tenían que superar una prueba de fuego: renunciar a comer un dulce durante unos minutos si querían lograr dos al final. Lo interesante fue que, en un estudio posterior con los mismos niños ya adultos, aquellos que habían podido renunciar a aquel dulce, años más tarde habían conseguido superar sus estudios y lograron mejores trabajos que aquellos que no pudieron.

Evidentemente fue no a causa de la golosina sino de una habilidad para inhibir el primer impulso a favor de una recompensa mayor en el futuro. Y quizá ésa pueda ser otra manera de pensar en la renuncia como adultos: una oportunidad de conseguir algo importante que se ha frustrado pero que quizá, gracias al aprendizaje, dé pie a una oportunidad diferente en otra dirección que nos ofrezca al final mejores resultados.

Y quizá, pensando diferente sobre la renuncia también podemos mover la esperanza de ser felices, desde una felicidad evaluada por los logros externos, a otra reflejo de la confianza en las propias capacidades y el optimismo de que en algún lugar está nuestro sitio, aunque parezca que no es éste ni ahora. El agua, como dice el refrán, no es solo para hidratarse, también se puede navegar por ella, se puede nadar en ella. No toda es para beber, así que: ¿Por qué no dejarla correr?