IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

La maldición de ser bueno o buena

Dormir y comer bien, comportarse, no dar guerra, sacar buenas notas, venir pronto a casa, aceptar los consejos, no meterse en follones, no llevar la contraria, ser educado… Ser un niño bueno o una niña buena tiene una suerte de ventajas evidentes a primera vista. Encajar en el entorno en el que nacemos y crecemos es un proceso creado en conjunto, una dialéctica de adaptación de ritmos, maneras y también de individualidades.

Cuando un niño o una niña nace en el seno de una familia cualquiera, aunque suene extraño, ese encaje no está asegurado, sino que se construye y tanto ese grupo como ellos mismos tendrán que realizar una suerte de ajustes, iniciados por la investigación de los padres acerca de quién es su hijo o su hija: una visión detallada de sus ritmos, su sensibilidad, su gusto por la introversión o todo lo contrario, y, a medida que el tiempo pasa, también sobre su estilo cognitivo, sus gustos, sus rechazos y, en definitiva, su unicidad. Al mismo tiempo, en cualquier familia existe el deseo de la continuidad, de que el hijo o hija que viene sea similar a «nosotros», así que el encuentro con las características únicas de la personita que llega a menudo desafía alguna de las normas no escritas de esa manera de ser o funcionar.

En contra de lo que mucha gente piensa, la buena relación de padres e hijos no está garantizada desde el principio. La libertad y la pertenencia a menudo son palabras que chocan en cualquier relación entre dos personas inevitablemente distintas. La semejanza o la diferencia se hace rápidamente evidente para las dos partes (por lo menos en la sensación), a pesar de que la mayoría de las veces dicha diferencia no sea consciente o pensada, e incluso no se encuentran las palabras para describirla.

Y si esa niña o ese niño es inteligente, rápidamente buscará la manera de modificar lo que sea necesario para encajar, ya que desde muy pronto su supervivencia o su mantenimiento emocional dependen de ese vínculo. Normalmente, todos aceptamos estas modificaciones de los impulsos o deseos de otros a favor de los nuestros como una muestra de empatía, de acercamiento y de aceptación de nuestros términos como algo que está «bien» para la relación. Sin embargo, en el caso de los niños o los adolescentes, esta asunción adulta puede tener un rebote un poco más oscuro. Para empezar e independientemente de la edad, cuando los propios deseos, necesidades e ideas son desplazados sistemáticamente a favor de otro punto de vista, con ellos se desplaza la sensación de capacidad para impactar en el mundo y de poder en general. La propia energía y la propia capacidad para elegir el rumbo va debilitándose si no hay una promoción de la diferencia, un interés activo por lo que los adultos cercanos no entienden, comparten o incluso sobre lo que no les gusta.

Hablar de poder en las relaciones puede sonar extraño, pero esa sensación de ser capaces de influir en otros de una forma deseada es fundamental para diseñar el mundo deseado, la vida que en años futuros vamos a tener que elegir. Para entonces, haber puesto en duda los propios criterios de manera habitual va a dificultar no solo elegir un camino propio, sino disfrutar con pasión de esa elección. Por otro lado, cuando echamos la vista atrás, nos hemos venido cruzando con muchos adultos que, a través de su interés o su crítica, han actuado directamente sobre nuestros deseos, nuestra confianza en nosotros mismos y nuestra libertad para inventarnos el mundo. Ser un niño bueno o una niña buena es una opción, ser un niño libre, otra distinta.