IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Etapas vitales

Qué toca en cada momento de la vida? ¿Qué tenemos que hacer, pensar y sentir? ¿Qué esperamos de nosotros mismos en un momento particular? ¿Qué esperan otros que logremos al llegar a una etapa concreta? El tema de la diversidad en el ritmo de aprendizaje y desarrollo está a la orden del día entre los profesionales de la educación y la salud que trabajan con niños. Es evidente que no todos los niños comienzan a caminar a la vez, ni a hablar o a desarrollar su motricidad; tampoco todos hemos aprendido a leer o a multiplicar a la vez, ni hemos montado en bici al mismo tiempo. De hecho, a pesar de la aproximación que podemos incluso acordar tras revisar los múltiples estudios al respecto, nos desarrollamos y crecemos a ritmos dispares, únicos. Lo hacemos progresivamente y también mediante hitos, fruto éstos de la interacción entre la expresión paulatina de nuestros genes –no solo el desarrollo de las estructuras que nos constituyen sino también en su propio ritmo– en relación estrecha y profunda con los eventos del entorno, las relaciones y el ambiente que nos rodean. De la combinación concreta surge el siguiente recurso, la siguiente habilidad, hacia una personalidad adulta que emerge y se asienta con el tiempo y la experiencia. Así que, si esto sucede a un nivel puramente físico y profundamente constitutivo, qué no sucederá cuando nos acercamos a los eventos vitales que son comunes en nuestra sociedad productiva.

Empezamos por el ritmo de los estudios con los niños y los adolescentes, pero pronto surgen encrucijadas sobre el tipo de itinerarios, carreras o trabajo, y más adelante, pareja, familia, profesión, etc. No falta quien a lo largo de este ciclo, con mayor o menor delicadeza –y a veces con mayor o menor insolencia–, se interesa por cómo vamos en estas cuestiones y de repente, sin pensar demasiado en ello, tanto desde fuera como por dentro, tenemos un itinerario marcado. Es inevitable pensar entonces en cómo hemos construido una homogeneidad de pensamiento al respecto de la vida de otros y de la que todos participamos en cierto modo. Sin embargo, seguir esa inercia sin elegirla es caldo de cultivo para las mayores insatisfacciones. De hecho, para muchísimas personas un itinerario oficial funciona a las mil maravillas, y los objetivos o planes de otros se convierten en los propios; se asimilan, se aman y se disfrutan. La vida encaja en lo esperable y se torna segura y predecible cuando se comparte con quienes tienen esa misma perspectiva.

Cuando la opción de simplemente seguir con el siguiente paso no es la elegida, aparecen una suerte de desafíos que afrontar, ya que la estructura de la vida hay que crearla por completo. Evidentemente, cuando la persona tiene una edad en la que depende de otros para tomar esas decisiones, sus padres por ejemplo, los propios deseos, las propias maneras deben cotejarse para ir dando forma a la vida sin alejarse demasiado de quien uno o una es –en nosotros sabemos más pronto que tarde lo que nos encaja, si bien hace falta la implicación de otros para ayudarnos a descubrirlo y descubrirnos–. Pero pasado el tiempo, cuando solo dependemos de nosotros mismos, se requiere una buena dosis de consistencia para transitar caminos extraoficiales o, en un momento dado, inesperados para uno mismo y para otros. Si bien es probable que los mayores éxitos, incluso en términos productivos, surjan de la confluencia negociada entre lo que queremos y lo que nos espera fuera, sin perder de vista ninguno de los dos aspectos. Ser quienes queremos ser implica a menudo desafiar creencias establecidas, protocolos y expectativas y en ese proceso es posible que alguien quede decepcionado. Aunque quizá viéndolo desde otro punto de vista, si no lo intentamos, la peor de las decepciones sea la propia.