IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Historias no escritas

Estamos aquí y ahora. Miramos atrás y, con un poco de dedicación, podemos trazar una línea de tiempo, de eventos y sucesos, de circunstancias, que nos han traído hasta donde estamos, por fuera y también por dentro. Si recorremos esa línea de tiempo y la ponemos en relación con esos rasgos que nos caracterizan podemos ver una conexión cercana a la causalidad. Quizá un evento mayor como un nacimiento o una muerte, un cambio de residencia, la época en la que alguien estuvo enfermo o los mejores años de universidad, por ejemplo, pueden servirnos por sí solos para entender –aunque sea parcialmente– por qué nos volvimos celosos, más vitales, un poco melancólicos, irascibles o confiados. Evidentemente un solo evento no produce por sí mismo cambios en la personalidad de alguien de forma permanente, sino más bien la conjunción de la manera interna de afrontarlo, los recursos con los que una persona cuenta y la reacción de quienes están alrededor. Sea como fuere, cuando miramos desde fuera a esa relación entre los eventos vitales y nuestros rasgos característicos, podemos entender de una forma comprehensiva lo que ha sido nuestra vida hasta ahora y quiénes somos, pero rápidamente surge una pregunta: «Vale, si esto ha sucedido con esta influencia en mí hasta el momento, ¿es esperable que yo siga siendo así en adelante?». En particular si la palabra así implica algo que no nos gusta de nosotros mismos.

Para llegar a esta pregunta ha habido antes que tomar la suficiente distancia de nosotros mismos como para tener algo de perspectiva; es decir, poder pensar en uno mismo a lo largo del tiempo. Y quizá esta noción de seguir siendo quienes somos, independientemente de los cambios del entorno, sea la que nos pone en el brete interno de anticipar la imposibilidad de que las cosas cambien por dentro. Y es que en cierto modo, nuestra historia, o más bien nuestra manera de afrontarla en su momento, ejerce una presión sobre nosotros cuando nos alejamos en otra dirección; algo así como si hubiera unas gomas emocionales, actitudinales, incluso en la manera de pensar, que nos atan a este pasado, que nos conectan directamente con la actitud que nos lleva funcionando toda la vida para afrontar el mundo –aunque sea de una forma imperfecta–.

Si hoy tratamos de hacer algo muy distinto, romper con lo establecido por dentro, estas «gomas» nos impiden ir muy lejos y nos atraen de nuevo a viejos pensamientos, sensaciones y acciones. Por ejemplo, si siempre he sido conservador en mis decisiones –porque, cuando elegí mi profesión, lo importante era la seguridad laboral, ya que mi familia no tenía muchos recursos– y de repente hoy, con las finanzas resueltas, decido comprar un coche nuevo más caro de lo habitual, algo dentro de mí va a tirar hacia la austeridad, incluso quizá de forma crítica y en cierto modo con el objetivo de seguir preservando lo que una vez fue muy importante.

Este ejemplo es sobre algo material, pero podríamos pensar también en actitudes más amplias ante la vida. Cuanto más estresante fuera la situación en la que adoptamos actitudes para sobrevivir a esa época de la vida, más gruesas son esas «gomas» y más fuertemente intentarán devolvernos a aquellas maneras, y en el fondo tiene su lógica si pensamos que esas actitudes nos sirvieron para atravesar una época difícil. Y precisamente poder contrastar el presente con nuestro pasado, pensar en todo ello, tratarnos con cariño, entender nuestras circunstancias, y darnos el beneficio de la duda ante nuevas y arriesgadas actitudes más ajustadas al mundo de hoy, nos permite ir desabrochando los elásticos que terminarían haciendo de la vida una historia escrita de antemano.