IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Vivir desde fuera, vivir desde dentro

Quien más y quien menos alguna vez ha tenido la sensación de que el tiempo se escapa entre los dedos, que la rutina, tal y como la ha construido a lo largo del tiempo, ya no resulta tan estimulante -si es que alguna vez lo fue-. A medida que los meses y los años pasan, a medida que las responsabilidades reclaman atención y energía que ha de ponerse en el mundo que nos rodea y con el que interactuamos a diario, una parte de nosotros requiere de un cuidado particular, un requerimiento que pocas veces solemos articular claramente.

Esa parte de nosotros alberga la vitalidad más esencial, el lugar interno en el que nos reconocemos a nosotros mismos como la persona única que somos, una persona construida a lo largo del tiempo hasta hoy. Allí también residen nuestras motivaciones para hacer lo que hacemos, nuestras necesidades personales y relacionales, nuestro ímpetu por la vida, o nuestra vulnerabilidad. En este “lugar” interno, el autoconcepto –el juicio que hacemos sobre cómo somos–, la autoimagen –la imagen mental de nosotros mismos en término de «yo soy, yo no soy…»– , la autoestima –la confianza o el respeto propio junto a la evaluación de uno mismo o una misma–, la identidad –concepción y expresión de la individualidad– se relacionan creativa y adaptativamente para dar como resultado esa noción de uno mismo, de una misma y todas las emociones que se derivan.

¿Cuando miro dentro me gusta lo que veo o conozco? ¿tengo la sensación de estar alineado con lo que quiero para mí? ¿mi vida refleja lo que soy y quiero? ¿estoy al mando de lo que vivo o a merced de otras circunstancias? ¿qué poder tengo para influir en el mundo que me rodea de la manera que yo quiero? Las circunstancias externas y las propias de nuestra historia han interactuado a lo largo de los años con nuestra manera exclusiva de ser, de modo que el resultado no es ajeno a estas, sino un producto creativo y, a pesar de lo que podamos pensar, en continua adaptación.

A menudo damos por hecho que los hitos que hemos inventado como sociedad para que nos den una estructura que seguir en la vida son por si mismos motivadores. Es decir, suponemos que queremos tener unos estudios lo más avanzados posible, un trabajo mejor en términos monetarios, una casa o formar una familia. En cierto modo, todos estamos orientados a que alguno o todos los hitos anteriores sucedan, pero hay una variabilidad enorme entre personas.

Variabilidad en los ritmos, en los estilos, en la intensidad y, de nuevo, en la motivación. Hace ya unos cuantos años, como unos cincuenta, Julian B. Rotter, un sicólogo estadounidense especializado en el aprendizaje social, hablaba de un concepto que suena raro, pero es sencillo de entender: el locus de control o lugar de control. Así se refería a esa percepción que tenemos sobre si lo que nos pasa es producto de lo que hacemos (locus interno) o de lo que sucede fuera sin nuestra intervención (locus externo).

Es fácil deducir la diferencia en términos de satisfacción vital entre una percepción y otra. Si pensamos en la motivación sucede algo similar, podemos diferenciar entre la motivación que viene de dentro o la que surge de las recompensas o castigos del exterior; y la investigación en sicología educativa y social ha demostrado que la motivación interna –o intrínseca– se puede mantener durante más tiempo y tiene, digamos, más fuerza que la externa para llevarnos a hacer lo que nos viene bien. La sensación de pilotar la propia vida nos asegura una motivación más consistente, y puede sonar a perogrullada, pero cuando vivimos la vida en sintonía con ese “lugar” que describimos unas líneas más arriba, tenemos la sensación de tener mayor control sobre lo que nos sucede, e incluso, lo vivimos con mayor intensidad.