IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Cuando decido como un niño

La vida está llena de situaciones ante las que se nos requiere una intervención. Todos los días tenemos que tomar decisiones, acciones que nos ayuden a resolver los problemas cotidianos; desde cómo lo hago para llegar a tiempo y cumplir con mis obligaciones hasta cómo manejar una situación conflictiva en el trabajo, por ejemplo.

Ante la posibilidad de enfrentarnos a estas demandas del entorno, habitualmente tenemos dos opciones de acción: o bien usamos todo el poder de nuestros recursos como la persona adulta que somos, pensando y actuando para buscar la solución más adecuada a cada situación –termine funcionando o no–, o bien recurrimos a viejas maneras de afrontar las disyuntivas, apelando a conclusiones del pasado sobre cómo es el mundo, los demás o nosotros mismos y que no han necesitado actualizarse al haberse convertido en arraigadas creencias sobre esos tres aspectos.

Esta segunda manera de afrontar la vida suele tener una larga historia en nosotros y tiene que ver con esa forma rígida en la que, cuando somos niños y niñas, categorizamos y definimos el mundo en términos de «todo o nada», aferrándonos a esas conclusiones como ideas rectoras que nos ayudan a transitar esquivando el exceso de vulnerabilidad pero todavía sin la finura de la relativización, o del análisis más pormenorizado que irá surgiendo con los años.

Normalmente esas estrategias quedan blindadas en una especie de protocolo de actuación cuando las cosas se ponen difíciles, por eso no van revisándose, como decíamos más arriba, porque es mejor tener maneras antiguas y rígidas pero con un resultado predecible, que no tener ninguna.

Cuando recurrimos a esta segunda manera de afrontar la vida, confiamos en soluciones «mágicas», esperando que las cosas se resuelvan si hacemos esto, o lo otro: por ejemplo, si nos acurrucamos en una esquina esperando que alguien se dé cuenta de lo que nos cuesta la vida y nos cuide, o si nos dedicamos a airear nuestro descontento hasta que alguien se sienta culpable, o simplemente obviamos lo que nos duele.

En cualquiera de estos escenarios la persona adulta está entrando en ese modo de emergencia ante las situaciones difíciles que muchas otras veces habrá utilizado, pero para hacerlo habitualmente tiene que quitarle peso a otros aspectos de su realidad. Pongamos, por ejemplo, a una persona que se siente desbordada y ha aprendido a hacer algo aparentemente doloroso pero efectivo: ha aprendido a quejarse y sentirse incapaz, con la esperanza de que alguien vea su dolor y venga a sacarle de esa sensación tan desagradable.

Cuando se siente así, esa persona regresa a una vieja forma de actuar, probablemente nada parecido a lo que suele hacer en otras circunstancias diferentes a las que ha provocado ese desbordamiento. Pero para usar interiormente esa estrategia tiene que dejar de utilizar otros recursos, quitarle valor y fuerza a lo que haría hoy y descontar sus capacidades actuales –algo así como «intentar hablarlo no sirve de nada» o «seguro que esta vez me pongo nervioso y se me va de las manos»–. Y, al mismo tiempo, hay que engrandecer el poder que tienen esas circunstancias, para que no haya acción posible más allá de ese «quejarse» del ejemplo de arriba.

En la mente de esa persona de repente la amenaza se convierte en inmanejable y un grano de arena puede convertirse en una montaña –algo como lo que sienten los niños ante problemas que todavía no saben manejar, por cierto– y el poder de una persona o una situación aumenta en un grado poco realista. Entonces el adulto o la adulta «se duermen» y es el niño o la niña de hace años quien afronta la vida en ese tramo, más indefenso o más inexperta, más vulnerable y con más miedo, y por tanto, más rígido.