IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Primer encuentro, primer automatismo

Al afrontar cualquier actividad hemos de decidir cómo vamos a actuar al respecto. Ese encuentro con una tarea, con un entorno físico y social, de relaciones, plantea un diálogo entre las exigencias del momento y los recursos de la persona, mucho más históricos y condicionados por las experiencias y conclusiones anteriores.

El proceso de aprender cómo adaptarnos al mundo en el que vivimos es detallado y laborioso, y cada nuevo movimiento desafía lo conocido. Por ejemplo, si pensamos en una persona que llega a un país nuevo cada paso cotidiano en sus primeros días será un examen de la utilidad de sus herramientas sociales, de lo que conoce. Cada reunión con un habitante de ese país requerirá de toda su atención y consciencia, de una memoria activa y concreta: ¿Qué significa lo que me están diciendo? ¿Y la mirada y los movimientos que lo acompañan? ¿Qué debo hacer entonces para que el encuentro llegue a buen puerto y construir un vínculo? ¿Encaja en esta situación lo que yo hacía allá de donde vengo en situaciones similares? ¿Y si no es así, cómo puedo simular lo que veo o inventarme algo que funcione? De una forma similar, cuando conocemos a una persona nueva o tratamos de encajar en un grupo por primera vez, tenemos que poner nuestros recursos conscientes al servicio de la gestión de dicho encuentro. En cuanto se da, evaluamos si lo que queremos hacer es acercarnos o alejarnos, y entonces ponemos en marcha la maquinaria social.

De estos encuentros poco a poco se decantan conclusiones sobre lo que funciona para adaptarse al entorno en el que vivimos, entornos que pueden requerirnos estrategias muy diferentes de afrontamiento. Por ejemplo, un niño de 6 años que vive en una familia luchadora, en la que la enfermedad ha campado a sus anchas impactando profundamente a sus miembros, puede decidir (copiando a sus adultos) que hay que ser fuerte ante la vida, aguantar lo que venga sin quejarse, para llevar finalmente ese aliento «sé fuerte» a otros ámbitos de su vida –sea o no necesario en algunas circunstancias determinadas–.

O quizá, si en esa familia los niños han sido el paño de lágrimas, o de manera diferente la esperanza en la que calmar la ansiedad de las pérdidas, un miembro joven puede llegar a la conclusión de que su labor cuando le piden consuelo es complacer la petición de los adultos e incluso puede decírselo a sí mismo: «Compláceles, aunque tú también necesites consuelo, si se lo das tú primero, al final lo obtendrás». En ambos casos el niño o el joven tiene que dejar a un lado otras necesidades, impulsos o deseos ante una situación así y, por ejemplo, dejar de quejarse o enfadarse espontáneamente.

Estas dos frases –que probablemente no se dicen en voz alta–, acompañan a la persona en su conversión en adulto y si han sido particularmente útiles para mantener las relaciones y obtener algo de nutrición emocional en épocas difíciles, se pueden usar como eslóganes resumidos sobre lo que hacer en la vida en general para sobrevivir y crecer. «Sé fuerte» o «complace a los demás» son solo dos ejemplos de instrucciones internas que van a guiar la actuación en el mundo exterior, que después de un tiempo no se sujetan a revisión, de forma similar a cómo aquel inmigrante adopta un gesto o una manera de actuar ajena y la hace propia para pertenecer a ese entorno, a pesar de que íntimamente sigue siendo algo ortopédico y perteneciente a otras personas.

De este modo, ante primeros encuentros, estos resúmenes y otros similares, que condensan de manera reduccionista la experiencia y dan una respuesta rápida, interfieren en la lectura espontánea de las nuevas oportunidades, no solo de adaptarse mejor sino de cubrir las necesidades propias nutriéndose de nuevas fuentes.