IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Listillos y evolución

La capacidad para mentir y engañar en general es una de las muestras de inteligencia más reconocidas, independientemente de las implicaciones morales o éticas. De hecho, esta aptitud está íntimamente relacionada con la evolución de muchas especies en la Tierra. Especialmente las que se han desarrollado en entornos de competitividad. Si nos engañamos tan habitualmente y con tanta soltura, ¿es posible que exista el altruismo de verdad?

Geoffrey Miller, un psicólogo evolutivo de la Universidad de Nuevo Méjico, ha estudiado junto a otros colegas la razón de ser del comportamiento altruista en los seres humanos, y para ello ha tenido que acercarse al engaño. En principio la evolución no parece haber favorecido la conducta de compartir información de forma altruista, igual que no lo ha hecho con la de compartir comida de forma desinteresada. Las señales que los animales dan a otros a su alrededor a través de la apariencia o la conducta están por lo general relacionadas con la amenaza –«Soy venenoso, soy más fuerte que tú», por ejemplo en el caso de los competidores o depredadores–, o la alerta –«¡Por allí viene un león!»– o la asociación sexual entre iguales –«¿Has visto mi plumaje?»–. Estas muestras de engaño están relacionadas directamente con la supervivencia y cabría plantearse que si la evolución se ha inclinado por dotarnos con la capacidad de mentirnos, el altruismo o la solidaridad podrían ser también una forma de manipulación.

El altruismo es algo que ya traía de cabeza a Darwin, ¿por qué alguien compartiría nada que redujera sus posibilidades de sobrevivir en un entorno competitivo? Y sin embargo es algo que sucede con frecuencia en las especies que viven en grupos, lo cual se explica porque el beneficiario comparte ADN con el proveedor de esa conducta, es decir, cuando todo queda en casa en términos de beneficio, la probabilidad de que la transmisión del ADN a la siguiente generación tenga éxito es mayor.

Por eso el altruismo y la solidaridad aumentan dentro de los grupos de iguales –según una teoría evolutiva llamada selección por parentesco–. Y siguiendo en esta línea aunque con alguna diferencia, hacer un favor a un amigo parece tener también un rebote de reciprocidad que nos favorece para adaptarnos mejor y vivir mejor, lo cual es más propio de los seres humanos que del resto de animales.

Para que esto funcione entre los individuos de estas especies tienen que ser capaces de identificar al individuo concreto al que se le hace un favor y evaluar si es fiable o no a la hora de devolver el favor hecho; es decir, saber si va a haber o no colaboración llegado el momento. Es una de las conclusiones evolutivas que nos ha permitido crecer como especie: damos por hecho que podemos ayudarnos mutuamente a partir de un intercambio del tipo «si yo hago algo por ti, entonces tú harás algo equivalente por mí en el futuro». Y nos comprometemos a hacer este tipo de acuerdos solo con aquellos en los que confiamos, y confiamos en aquellos con quienes podemos tener una relación de reciprocidad. Para que esto fuera posible hace falta que haya individuos a los que no les gusta ser engañados y están dispuestos a hacer algo al respecto e individuos que se sienten culpables si engañan y no les gusta este sentimiento, haciendo posible una sociedad en la que prevaleciera la honestidad a pesar de todo. Si a esto le sumamos nuestra habilidad para hacer correr la voz sobre la confiabilidad de otros individuos (chismorreando, por ejemplo), parece que estamos bastante bien equipados para que el hacer algo por los demás solo en beneficio propio no tenga un largo recorrido.

*Este artículo surge a partir del libro

“¿Qué nos hace humanos?”, de Michael S. Gazzaniga