IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Aferrados

Es tan humano vivir con asuntos pendientes… Las relaciones avanzan en el tiempo y van cambiando del mismo modo que las personas individuales vamos cambiando con el paso, más que del tiempo, de las experiencias que vivimos. Sea como fuere, en ese avance y ajuste continuos, hay ocasiones en las que las necesidades de alguna de las partes no son cubiertas, el ritmo no es el que a alguno de los participantes en la relación le gustaría, e incluso la desintonía es evidente y dolorosa.

«Quizá yo esperaba que tomaras la iniciativa de acercarte a preguntarme lo que me había pasado aquel día que nos enfadamos», o «tú no te acuerdas pero yo siempre eché de menos una disculpa por lo que me hiciste –aunque nunca te lo dije–». Y como ilustran estos ejemplos, no siempre buscamos la ocasión para aclarar o afrontar ese desajuste, por otra parte natural, y el tiempo pasa, cubriendo de nuevas sensaciones la herida o el fallo en la relación.

Quien más y quien menos ha «dejado pasar» roces más o menos relevantes en una relación de intimidad con la esperanza de que las cosas cambiaran, y en muchas ocasiones, como si de una paleta de colores se tratara, esos matices oscuros han dado una tonalidad más profunda al color brillante y más plano de la relación hasta el momento.

Sin embargo en otras, el tiempo no es suficiente e incurrimos en los mismos errores una y otra vez, hasta que la relación realmente se mella. Es entonces cuando surge la sensación de que la relación no funciona, o de que tiene grandes fallas; algunas de estas relaciones las terminamos, ponemos punto final a la sensación de que algo importante falta pero otras, habitualmente las relaciones de familia, son casi irrenunciables y es mucho más difícil ponerles un punto final si no prácticamente imposible.

El tiempo pasa, los años se suman y esa falta relevante se convierte en una sensación estable y difusa, que mezcla de forma confusa una vieja y conocida decepción, y quizá, en algunos casos, un rencor callado en forma de reproche más o menos evidente o abierto. Como decimos, son sensaciones conocidas que igual a estas alturas no nos requieren atención, a las que no dedicamos mucha energía, pero que vuelven en los momentos importantes.

Al fin y al cabo, con lo que nos hemos quedado es con una conclusión sobre lo que esperar o no de dicha relación, una conclusión que nos sirve para predecir lo que pasará cuando volvamos a necesitar cubrir aquello en lo que falló en su momento, o siempre ha fallado. Sin embargo, al mismo tiempo, encapsulada en ese sumario que nos recuerda lo que no podemos esperar que suceda en el contexto de esta relación, se encuentra nuestra esperanza de que en algún momento sea diferente, o quizá esta vez lo sea. Es más, quizá junto a esa esperanza haya un recuerdo de lo bueno que podía ser o pudo ser en su momento, quizá haya una evidencia de que no todo fue tan oscuro e incluso, a pesar de las fallas, puede que enormes, hemos atesorado algo de aquella relación, algo valioso que nos ha constituido en quiénes somos hoy, o ha contribuido a ello.

Quizá, cuando podemos hacer también esta lectura, la falta de cosas importantes a lo largo del tiempo que se convirtió en rencor o victimización no se quede en un agujero negro que se traga a quienes fuimos y sigue tragándose a quienes somos, sino que puede tomar, de nuevo con la metáfora, una tonalidad nueva, gracias a la luz que incide hoy sobre los pigmentos. Cuando no podemos agradecer o atesorar los aspectos que funcionaron en una relación que falló de algún modo, no podemos ver su totalidad, somos parciales, y quizá más propensos a rumiar lo que no funcionó, a obsesionarnos, a seguir perpetuando la pérdida.