IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Un adiós con amor

Probablemente una de las experiencias más complicadas a las que nos tenemos que enfrentar a lo largo de la vida es la despedida de un ser querido. Alguien muere, una persona cercana se muda, una relación amorosa o de amistad termina. Afrontar esa etapa se convierte en un gran desafío.

Normalmente, cuando la relación ha sido íntima, es decir, ha habido una conexión emocional, comprensión, y la posibilidad de haberse tenido en cuenta mutuamente, decir adiós puede ser devastador. Sentimos muchas cosas cuando una relación se acaba, podemos notarnos tristes, pero también tener miedo por lo que está por venir sin esa persona, enfadados por no haber podido sostenerla o por sentir que nos han arrebatado algo, e incluso alegres por haber vivido a su lado.

Evidentemente pueden darse otros sentimientos, que pueden llegar a atormentarnos durante un tiempo, como la culpa, el resentimiento o la vergüenza. Todo lo que sentimos ante una pérdida, de algún modo, es una continuación de lo que veníamos sintiendo hasta el momento, aunque a veces no fuera evidente, ni lo dijéramos nunca. Cuando hay asuntos pendientes es mucho más difícil que esa despedida fluya y la pérdida de la relación dé paso a una etapa nueva sin ella, normalmente cuesta más que si la relación acaba con una sensación general de conexión a pesar de todo.

La razón puede parecer sencilla, aunque sea francamente frustrante, y es que con los asuntos pendientes permanece la creencia de que en algún momento hubieran podido resolverse y, por tanto, apaciguar o curar el propio desagrado por ese asunto sin resolver. Es decir, cuando tenemos asuntos pendientes con alguien solemos mantener la ilusión, aunque sea remota e insignificante, de que algún día todo pueda ser diferente; incluso a pesar de que la lógica nos diga que eso es muy difícil. Pero si no hay relación, la esperanza de la resolución o el cambio, también se desvanece, lo cual es como una doble despedida: la de la persona en sí y la de nuestra perspectiva de obtener esa conexión valiosa que no terminó de ser posible.

Pero cuando ha habido una relación de respeto y confianza ¿es posible despedirse sintiendo algo distinto? ¿amor, por ejemplo? Las emociones desagradables de la pérdida son inevitables y se imponen, persisten, parece que lo son todo. Sin embargo, si ha existido conexión real, hay siempre algo más.

Si pensamos en una relación que se acaba, no por una muerte sino por el final natural de un ciclo, la despedida y la separación gira en torno al hecho de que esa relación deja de cubrir alguna necesidad importante para las personas implicadas y no tiene sentido continuar. Llegados a ese punto a veces es inevitable aferrarse al intento de hacer algo distinto, de forzar las cosas más allá de lo que ya sabemos que va a ocurrir. Si podemos atravesar ese momento de angustia por la separación, es posible aceptar que quizá la culpa no sea de nadie, que simplemente no ha funcionado, que las intenciones no han sido suficientes, o que alguno o ambos han cambiado y con él o ella sus necesidades. Cuando las relaciones acaban así, después de haber intentado seguir siendo nutritivos el uno para el otro, si el miedo no nos invade, es posible que el reproche dé paso a la tristeza, la culpabilización al análisis, la ansiedad a la despedida, y quizá tras un tiempo, el enfado, el miedo o esa tristeza, finalmente abran paso al amor, que en relaciones así estuvo presente.

Al final, tal vez tengamos que elegir con qué partes de la relación nos queremos quedar, cuál queremos que sea el legado en nosotros, y eso, cuando la otra persona ya no está, es algo que podemos elegir.