IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Te admiro

Vivir nos obliga a adaptarnos constantemente a las circunstancias cambiantes del exterior, que nos exigen un ajuste día a día, y también a los cambios internos, que suceden quizá con una frecuencia menor pero que tienen en nosotros una influencia más marcada. Cambiar implica también enfrentarnos a la incertidumbre de lo nuevo, lo que conlleva un cotejo entre nuestros recursos y las exigencias del nuevo contexto, así que nos enfrenta a nuestros límites, a nuestra vulnerabilidad.

Si observamos los cambios que han sido importantes para nosotros a lo largo de la vida, fácilmente toparemos con puntos de giro en los que hemos tenido que actuar, nos haya gustado o no. Sea como fuere, es en esos momentos cuando las relaciones de soporte suelen ser fundamentales a la hora de hacer más fácil el tránsito –incluso aunque sea positivo–. De esas relaciones de soporte necesitamos entonces apoyo, escucha, opinión, límites y, sobre todo, confianza. Confianza en que alguien va a permanecer firme ante nuestros vaivenes, alguien a quien tener de referencia emocional cuando todo lo demás se mueve. Y donde esta necesidad se hace más evidente es en el proceso de crecer. Los niños y las niñas, a medida que se convierten en adolescentes y paulatinamente en jóvenes adultos, necesitan girarse en cada momento de paso para cerciorarse de que quien les ha estado acompañando en esa etapa seguirá ahí cuando hayan llegado a la siguiente.

Suena quizá un poco sorprendente, pero crecer implica despedirse de la etapa anterior para aventurarse en la siguiente, y tanto las despedidas como las aventuras tienen un punto de incomodidad. Incomodidad que se acrecienta cuando la despedida es de uno mismo y el encuentro es con alguien que soy yo y al mismo tiempo no. Esto es lo que muchas veces sienten los adolescentes al verse cambiar físicamente, pero también una joven que finaliza sus estudios y se enfrenta al mundo adulto, o antes, cuando la niña empieza a ir al colegio, o el niño de entorno a los diez años pasa su primera noche fuera de casa.

Son momentos aparentemente inofensivos, pero que desafían a las personas de una manera profunda, algo así como dejar de ser quien uno ha sido hasta encontrarse con quien uno será. Y es entonces cuando la confianza en otros se convierte en el líquido amniótico del cambio. Una de las maneras en las que un niño o un joven –pero también un adulto en situación de vulnerabilidad– construye esta confianza es a través de crear admiración.

Con o sin permiso, el joven o la joven colocan a un adulto en un rol de protector ante la incertidumbre, trazando a su alrededor un aura de infalibilidad, de omnipotencia, alguien capaz de entender más y mejor, y saber lo que hacer –incluso a costa de sus capacidades reales–. Es imprescindible entonces que dicha persona dé por bueno el camino o lo cuestione, pero que se implique, porque su implicación supondrá un marchamo de calidad del proceso de cambio, respuesta que provoca algo así como «lo estoy haciendo bien, seguiré por aquí» o «voy a fiarme de él o ella y cambiar en esa otra dirección». Pero por encima de todo, y más allá del consejo o la guía, es la mirada de esa persona la que le dará a quien está en tránsito una sensación de arrope y sostén, imprescindible para aventurarse a ser otra persona, a arriesgarse a evolucionar.

Y la mirada debe entonces concentrar la firmeza de la implicación, la cercanía pero no el todo vale, y un mensaje claro: «Te quiero aunque no tengas ni idea de que hacer o de qué va a pasar, e incluso, aunque te equivoques». Sentir esta actitud permite a la persona en tránsito ceder la consistencia a otro en quien confía y, por lo tanto, cambiar de piel. Esa relación se convierte en ese momento en algo así como una incubadora.