IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Rituales y escenarios

El teatro es el primer invento humano, del que se derivan todos los demás». Es una afirmación de Augusto Boal, director teatral que vivió en el pasado siglo y desarrolló un teatro dirigido a lidiar con conflictos de clase, ciudadanía y cultura con su Teatro del Oprimido, por ejemplo. Es una afirmación que se basa en la idea de que el ser humano es el único animal capaz de mirarse a sí mismo actuando, sintiendo, pensando. En esos momentos, dice Boal, coexisten en la persona tres partes compuestas: por un lado, una parte del mí mismo actuando; por otra, la parte de mí que la observa y evalúa pero añade otra muy interesante, que es la parte de mí que todavía no existe pero que podría existir. Es decir, algo así como quién sería yo si hiciera esto otro, sintiera distinto, me arriesgara a aquello…

Y describe esta tercera parte como la que de algún modo protagoniza las escenas posibles en nuestra cabeza cuando afrontamos una situación que resolver, lo cual sucede bastante a menudo si no todo el tiempo en nuestra vida cotidiana. Quizá no nos planteamos tantas posibilidades en el día a día pero sin duda lo hacemos cuando dicha situación implica una decisión mayor, un riesgo más alto o un cambio más radical. Entonces nos planteamos opciones, e imaginamos distintos desenlaces con nosotros mismos como protagonistas, nos ponemos en la escena y nos dejamos imaginar lo que sentiríamos allí, lo que pensaríamos o las consecuencias que viviríamos. Esto nos sucede mucho antes de que siquiera podamos hablar de ello, y mucho menos actuar en el entorno real lo que estamos pensando. Cuando simplemente nos quedamos ahí, soñando despiertos sin dar pasos hacia afuera, la ensoñación puede sustituir la acción real pero no durante demasiado tiempo antes de convertirse en un pensamiento repetitivo, o agobiante por obsesivo. En esos momentos necesitamos hacer algo, por mucho miedo que nos dé la ejecución total de nuestra decisión –y me acuerdo aquí de “El miedo a la libertad de Erich Fromm”–, el cuerpo parece pedirnos un giro en la rutina hacia una situación que ya hemos soñado en la mente. Es entonces cuando lo primero que buscamos es un escenario en el que empezará a tener lugar el nacimiento de ese nuevo «yo», por decirlo así, que será el que en adelante viva la vida de manera diferente.

Necesitamos, al igual que lo hicimos cuando llegamos al mundo, una especie de líquido amniótico que nos permita desarrollar esa faceta recién imaginada o decidida de quienes queremos ser. Es habitual que las personas creemos entonces un cambio visible que a los demás puede resultar banal, pero que por dentro puede ser una materialización simbólica de la voluntad. Cortarse el pelo, pintar las paredes, comprar un cuaderno y un bolígrafo nuevos –con mensajes de aliento–, o más allá, cambiar de casa o deshacerse de un objeto asociado a una etapa anterior; hoy por hoy aderezado a menudo con una foto y una declaración en una red social. Algo físico que nos recuerde nuestra fuerza para dar el siguiente paso, que empiece a caracterizar el escenario real, interno y externo, en el que desarrollaremos esa nueva faceta.

Y es que, a pesar de empeñarnos en convertirnos en «hommo digitalis», los rituales –llamémoslo así– siguen teniendo una potencia irrenunciable, los colectivos y los personales, y nos sirven para contener la incertidumbre y la ansiedad de lo nuevo, que por tal es impredecible. Quizá de una forma mágica en nuestra cabeza –todos sabemos que una pared recién pintada no cambia la historia– jugamos a ser otra persona que queremos ser, pero igual que lo fue para nosotros cuando éramos niños, niñas, el juego de cambiar, de construir una fachada nueva, es la antesala de la consolidación de nuestra decisión. Al fin y al cabo, como ilustra el dicho… «La mitad de serlo –por dentro–, es parecerlo –por fuera–».