IñIGO GARCÍA ODIAGA
ARQUITECTURA

Piel quemada

La cara oculta de la Luna” es el título de una instalación artística permanente concebida por James Turell, en un proyecto conjunto que incluye también la realización del edificio que la alberga. El pabellón fue proyectado y construido por el arquitecto japonés Tadao Ando y forma parte del conjunto de salas de la Casa del Arte en la isla de Naoshima. Frente a la idea tradicional de museo alrededor de una gran sede, la Casa del Arte se dispersa por la pequeña isla ocupando siete edificios, de modo que Naoshima, con cuatro mil habitantes, se convierte en parte de la experiencia artística. El paisaje, el clima y la vida cotidiana se suman durante los trayectos entre sedes a la memoria de los visitantes formando un todo indivisible junto a las obras de arte.

La intervención de Turrell y Ando ocupa un edificio denominado Minamidera, cuya traducción literal sería “templo del sur”. Minamidera es un pabellón sencillo construido en madera y piedra bajo técnicas tradicionales reinterpretadas, que se mezcla sutilmente en una zona residencial de baja densidad. Todo el edificio responde a las necesidades concretas de la instalación de Turrell. Es un contenedor silencioso, ciego, sin huecos, al que se accede por una abertura en el extremo cercano a la calle, que queda semioculta tras un cierre de madera similar a la fachada.

La entrada permite acceder a un largo pasillo que, en completa oscuridad, recorre en espiral el perímetro del edificio hasta llegar a la única sala que ocupa el centro del pabellón. Mediante esta disposición del acceso y del pasillo, Ando amplifica la distancia entre el exterior y el interior, multiplicando los metros gracias a una serie de vueltas que nos alejan de la luz del día, para atraparnos en la oscuridad de “La cara oculta de la Luna”.

El laberinto de acceso lleva a los visitantes hasta una habitación vacía, aparentemente desprovista de luz y sonido. Se provoca una especie de vacío sensorial, hay que moverse a tientas para encontrar asiento en un banco largo, duro, resuelto con una pieza monolítica de cedro, a lo largo de la pared trasera. Solo se puede esperar, la luz del interior es la oscuridad.

A medida que los segundos o minutos pasan, los visitantes, según han comentado, experimentan diferentes sensaciones: algunos, tranquilidad con un total desapego respecto del mundo exterior, otros están perturbados por encontrarse en un espacio indeterminado. Turrell plantea además un juego: los participantes deben decidir si mantienen los ojos abiertos cuando no hay nada que ver. Cerrarlos ofrece cierta protección, al evitar la sensación de una ceguera temporal; abrirlos a la nada es, por el contrario, una decisión desorientadora.

Durante ese intervalo de meditación o suspenso, el ojo se irá adaptando a las condiciones de la sala. En cierto modo, el camino de entrada planteado por Ando ya había provocado ese trabajo. Lentamente aparecen frente al espectador sugerencias de una leve luminancia, la insinuación de una pantalla azul con marco naranja a ambos lados. A medida que los participantes confían en que ese brillo no es solo producto de su imaginación o una pulsión de su nervio óptico, la realidad se les irá haciendo presente. Tras quince minutos, una voz metálica invita a los visitantes a explorar la habitación. A estas alturas, la sala está iluminada con tonos azules y naranjas débiles, y las formas de luz azul se revelan como una proyección sobre la pared del fondo. Alejándose del banco, una inspección más cercana revela que la pantalla azul no es tal y que, sorprendentemente, se trata de una ventana hacia un espacio azul adjunto de dimensiones indiscernibles. “La cara oculta de la Luna” es la nada azul, revelada en la oscuridad más absoluta, pero también es el tiempo, la espera y el proceso interno de cada uno.

En todo este mecanismo sensorial juega un papel fundamental la materialidad de la fachada del pabellón proyectado por Ando, que además se despliega hacia el interior acompañando al visitante a lo largo del pasillo de acceso. La madera de cedro japonés reviste la totalidad de estos paños con piezas continuas de suelo a techo, pero lo que más llama la atención es su aspecto carbonizado, negro, quemado, lo que aporta una gran abstracción al conjunto.

Un espacio atemporal. Tadao Ando recupera la técnica milenaria japonesa del Shou Sugi Ban en la que, mediante la aplicación de fuego en las caras expuestas, estas se carbonizan, mejorando su durabilidad al aportar una gran protección frente al salitre y la humedad que la estropean anticipadamente.

Esto le permite establecer una doble lectura. Por un lado, contextualiza la obra con la historia del lugar, con sus técnicas constructivas tradicionales, indicando que el pabellón no es un edificio más, sino un recinto sagrado, antiguo y moderno al mismo tiempo, atemporal. Y por otro lado, le permite relacionarse con la obra de Turrell, ya que la oscuridad forma parte de la materia quemada, pero observada con detenimiento, podrán descubrirse matices, tonos, vibraciones del color contenidos en la madera carbonizada. Además la textura cobra un factor determinante, ya que el fuego ha eliminado la albura de la madera, su parte más débil, dejando al descubierto un paisaje negruzco de valles, surcos y cráteres en cada una de la tablas. Un microcosmos que sin duda parece recordar la cara oculta de la luna.