IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

La selva

Hace no tantos años que nos separamos de nuestros parientes primitivos, esos que hoy cazan saltando de árbol en árbol. Se organizan, como nosotros y otros mamíferos, en grupos que son imprescindibles para la supervivencia, al mismo tiempo que desafían a los individuos, quienes tratan de cubrir sus necesidades particulares a pesar de la competición inherente por los recursos limitados. En el mundo animal hay madres que dejan de alimentar a sus crías por su aspecto diferente, su olor, o grupos que excluyen a los derrotados en una contienda. Tanto ellos como nosotros nos necesitamos, nos buscamos y queremos, al mismo tiempo que nos tememos, nos evitamos, nos mantenemos a cierta distancia. Esas dos fuerzas de atracción y de precaución están siempre presentes en nosotros cuando miramos a los grupos a los que pertenecemos, y en todos ellos hay un potencial para nuestra inclusión o para la exclusión.

Curiosamente, en las sociedades oficialmente más avanzadas –y habría que discutir qué es el avance–, estos dos procesos son cada vez más radicales, y nos enfrentamos a situaciones cotidianas que no se alejan tanto de las duras escenas de naturaleza que ilustrábamos antes, y la pertenencia y la exclusión llegan a marcar incluso la vida y la muerte en nuestro entorno. Puede sonar extremo el comentario, pero solo tenemos que fijarnos en las tasas de suicidio a nuestro alrededor para saber que hay un potencial de exclusión en nosotros que puede llegar a expulsarnos mutuamente, primero de los grupos a los que pertenecemos, e incluso llegar a hacerlo de la vida misma –en Euskal Herria, una persona se quita la vida cada dos días–. Esta preocupación se vuelve notable en casos de acoso de todo tipo, el escolar, pero también en el entorno laboral existe esta tendencia, y también todos conocemos tristemente día a día los casos en los que las relaciones más íntimas de pareja, en las que la protección mutua y el crecimiento mutuo debería estar garantizado, se tornan en generadoras de sufrimiento y muerte.

Sufrimiento y muerte no tienen por qué ir unidos, pero existen muchas más muertes relacionadas con las relaciones de las que nos gustaría aceptar, o de lo que somos capaces de asumir. Evidentemente, cuando pensamos en el suicidio –y necesitamos como sociedad pensar en ello–, no se pueden trazar líneas causales, pero también nos perturba, y de forma visceral renunciamos a acercarnos incluso intelectualmente al tema, sea como fuere nos es muy difícil encontrar las razones que sirvan para explicar unilateralmente por qué toda esa gente se suicida, e incluso por qué otra tanta tiene comportamientos autolesivos. Si añadimos las adicciones que derivan en el acortamiento de la vida, también en este caso nos encontramos con una desprotección social, un desarraigo, una exclusión relacional, que va más allá de lo económico, que también expulsa al individuo de sus grupos, dejándole solo una relación íntima con sus sustancias o conductas dañinas.

Nos cuesta mucho, como profesionales, como ciudadanos, acercarnos a tratar de entender conceptualmente, desarrollar e intervenir como grupo sobre algo que en nuestro cerebro tiene un lugar de importancia preeminente y que motiva todos nuestros comportamientos, las relaciones. Nos cuesta generar una fuerza que presione a los gobiernos a humanizar aún más sus intervenciones en materia de salud pública, a poner la vista en el efecto de la soledad, de las tensiones relacionales a lo largo de la vida en la salud física –lo cual también se puede concretar en gasto, en euros–. Pero también nos cuesta humanizar nuestras miradas, las cotidianas, cada vez más. Como decía George Escribano, en un congreso recientemente: «Si pensáramos en la cantidad de personas que han tenido que trabajar en el pasado y a lo largo de la historia para poder estar leyendo ahora mismo estas líneas, el impacto sería tremendo».